La magia del Camino de Santiago
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), el tema del relato de este domingo trata sobre una historia real ―la mía con toques de ficción― que viví haciendo el Camino de Santiago.
La
parte dedicada a Antonio, que es uno de los protagonistas de esta historia,
está en mi red social. Aquí, sencillamente quiero alentaros a que, cuando
sintáis que es vuestro momento, hagáis el Camino de Santiago.
Cuando
la gente me hablaba del viaje solo escuchaba cosas buenas y, en el momento en
que me decidí a hacerlo, tuve miedo de que todas las expectativas que me habían
infundado no se cumplieran. Sin embargo, las superé con creces. Es que hasta lo
malo, después se volvió bueno. Pondría la mano en el fuego y no me quemaría
afirmando que nadie se arrepiente de haberlo hecho.
A mí
me enseñó muchísimas cosas de mí misma ―lo hice sola― y, aunque no lo he vuelto
a hacer, sé que lo repetiré a su debido tiempo.
Conocí
a gente espléndida en cada etapa, comí como una reina, disfruté de unos
paisajes inenarrables y, eso sí, dormí fatal. Ja, ja, ja. Me hice un daño en los
pies horroroso obligándome a ir en chanclas porque el zapato me mataba. Llegué
empapada al albergue por la lluvia, me enfrenté a cuestas interminables y al
miedo de caminar por la noche rodeada de naturaleza que no sabía si estaba
dispuesta a darme un mordisquito. Lloré, reí y anduve en silencio durante
horas. Quise renunciar, pero la única opción que tenía era seguir para adelante
y así lo hice.
El
llegar a la catedral de Santiago es una sensación única. Es que hay que
vivirlo, de verdad. Además, en mi caso, verme allí, después de todo, me dio
fuerzas y confianza para conseguir lo que me propusiera en la vida.
Al
final, solo se trata de una cosa: de tirar para adelante. Tardes más o tardes menos,
pero siempre seguir.
Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo.
Posible título: La magia del Camino de Santiago
El día que Claudia y Antonio llegaron en distintos días, a
distinta hora, a la misma ciudad, no lo pudieron creer. Sin embargo, la
historia que le voy a contar se centra en el camino de Claudia.
Hacía seis días que Claudia había emprendido el Camino de
Santiago. Estaba sufriendo. No podía más. Había tenido problemas con las
zapatillas y caminaba con chanclas. Sí, las de la playa de toda la vida. En
menos de una semana se había hecho un nombre: la de las Chanclas, la llamaban.
Los pies eran mejor no mirárselos porque a cualquiera bien se le podría haber
pasado por la mente que estaba loca. Por el contrario, si admirabas su rostro,
con la mirada fija al frente, con la convicción del que se lanza a lo
desconocido para conquistarlo, con miedo, aunque paso firme y rápido, uno se
convencía de que estaba donde tenía que estar. Además, dentro del cuerpo
todavía le quedaban fuerzas para el último empujón. Se había prometido que
llegaría hasta el final, así que tenía que hacerlo. Se iba a demostrar que
podía. Que sus pies la llevarían hasta donde su fe alcanzara. Y que esa fe,
intransigente como era ella, la llevaría a Santiago de Compostela.
Antonio, por su parte, tenía el mismo objetivo. No se
conocían ―todavía―, pero sus caminos se encontrarían para dejarles una huella
tatuada en el corazón.
Ella salió con la noche y una mochila demasiado pesada a
cuestas. No eran muchos los peregrinos que se envalentonaban a surcar la tierra
sin un ápice de luz más allá del flash de una linterna o, para los más
modernos, el móvil. No obstante, no le quedaba otra. Sus pies no daban para
más. Tenía que llegar sí o sí.
Cuando organizó el viaje, caminaría ocho días desde Ribadeo
hasta Santiago. Debido al contratiempo motivado por su inexperiencia como
senderista y exploradora, sabía que no podía caminar más. Decidió aunar las
últimas dos etapas y anduvo 40 kilómetros para poder llegar a su destino. Sabía
que era un gran reto. Sin embargo, con la determinación y seguridad de los que
van a la guerra, salió de la cama del albergue en Arzúa y posó los pies fríos
sobre las chanclas. Estos le rogaron clemencia. Unos calcetines o unas Crocs
habrían servido, pero no tenía nada con lo que ampararles. Así, con heridas,
ampollas y esparadrapos en todos y cada uno de los dedos de los pies, dejó el
albergue y al resto de los ajenos durmientes que emprenderían el camino más
tarde.
Antonio también partió con la noche y una mochila bastante
ligera a cuestas. La oscuridad del camino le penetró el alma infantil y
asustadiza que escondía bajo la fachada de hombre despreocupado y risueño. A
simple vista era de esos que parece que no temen a nada y van por la vida con
una sonrisa que espanta los miedos. Aun así, se vio obligado a hacer una parada
porque la sola idea de que un jabalí le atacara era lo suficientemente terrible
como para esperar hasta que amaneciera. No pensaba dar un paso más hasta que el
sol iluminara las flechas. Se sentó a buen resguardo en un paradero de descanso
rodeado de casas familiares. A lo lejos, vislumbró la figura de una peregrina
un tanto extraña. Si los ojos no le engañaban, llevaba puestas unas chanclas e
iba a un ritmo digno de marcha atlética. Nadie habría dicho que, si no hubiera
sido por su tenacidad, estaría a punto de renunciar y plantarse en medio del
camino, derrotada.
Claudia también le vio, sentado, solo y bastante raro.
Desconfió. Aunque la maldad no existía en el Camino. Lo había comprobado a lo
largo de los días. Nunca se había sentido tan amparada entre desconocidos,
nunca la habían tratado con tanta amabilidad, nunca había sido testigo de la
bondad altruista que impregnaba a cada persona que emprendía y habitaba
aquellas rutas. Quizá los que contrataban el servicio de correos tenían algo
que ocultar, pero más allá de esto, la atmósfera estaba cargada de una espiritualidad
que no permitía la mala fe. Si bien, la noche imponía e incomodaba, así que
cuando Antonio recuperó los pasos para seguir los de Claudia, esta comenzó a
creer en Dios y, sin haberlo hecho antes, rezó con la congoja en el pecho.
En su plan no entraba que la atacaran o que la violaran.
«¿Qué pretende este hombre?» «¿Por qué me sigue?». El corazón comenzó a
palpitarle rápido y la boca se le secó. Intentó hacer caso omiso del cuerpo.
Sabía que solo era su miedo mandando señales de alerta. Realmente, no había
peligro. Se convenció de que no le pasaría nada malo y zanjó el asunto de raíz.
Se paró en seco, se giró y le preguntó:
―What’s your name?
―Antonio.
―¿Antonio? ¡Entonces tú
eres español!
―¡Sí! Soy de Cádiz.
―Pues Antonio, yo soy
Claudia. ¿Caminamos juntos que esto está muy oscuro?
Entonces, la magia tomó partido en aquel encuentro. Ella,
escéptica y racional, se dejó acoger por la ventura que decidió obligatoria su
unión vinculándoles para siempre. Mientras dejaba a un lado los pies
magullados, él volvía a creer en el amor. Casi cuatro horas de ruta que se
convirtieron en toda una vida pasada por risas ―muchas―, compenetración, apoyo
y cariño. Lo que allí se vivió, a pesar de mi condición de narrador
omnisciente, no se puede describir. Solo el alma que se alimentó de aquella
alianza sería capaz de articular la conexión que sintieron. A pesar de sus
diferencias, el buen hacer del camino les reunió en el momento exacto.
Llegaron a O Pedrouzo. Originalmente, ella haría noche allí,
pero debía seguir adelante. Tenía que llegar a Santiago de Compostela. Antonio
lo lograría al día siguiente. Desayunaron juntos y se despidieron dejando su
destino en manos del azar. Sin números de teléfonos ni redes sociales. Si
tenían que volver a encontrarse, así sería.
Cinco horas más tarde, Claudia bajó la pequeña escalinata que
conducía a la plaza del Obradoiro. Sus pies la habían llevado hasta allí. Su fe
no se había quebrado. Le fue inevitable no llorar. De emoción, de tristeza, de
orgullo. Después de aquello, nada en el mundo lograría pararla jamás. Se sentó
en el suelo y allí, volvió a nacer.
Al día siguiente un Antonio alegre como era, emprendió la
última etapa. Anduvo tranquilo, dichoso de saber que llegaría. Cuando atisbó el
perfil de la catedral estaba con una sonrisa de oreja a oreja.
Ella le vio primero. Había vuelto por la mañana para contemplar de nuevo el milagro del Camino de Santiago. Esa vez, sin ningún itinerario que apremiara. Se encontraba admirando los alrededores cuando reconoció de inmediato la silueta. Como si de un impulso se tratara, corrió hacia él gritando su nombre. Sin tiempo a que reaccionara, se aferró a sus hombros. Aquel abrazo encerró el deseo que no verbalizaron cuando se despidieron. Esas ganas que tenían de volver a verse, la fortuna de haberse conocido, el recuerdo de una compañía inolvidable. No existiría tiempo ni persona que borrara los pasos del camino de Claudia y Antonio.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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😍😍😍😍 ¿Qué te voy a decir yo que todavía no te haya dicho? Sólo los que hemos vivido una experiencia como el Camino sabemos que cosas así, sensaciones, sentimientos así, son posibles.
ResponderEliminarLo tuyo y lo mío eso es algo que se pasa de nivel jaja.
Título alternativo: " el Camino de los carajotes" 😜
Muchísimas gracias por todo Claudia.
Jajaja. Adoro tu título. Un abrazo enorme, Antonio
EliminarNo me veo con la potestad de comentar o insinuar nada esta vez. Simplemente, me alegra que todavía existan situaciones tan bellas.
ResponderEliminarSois muy afortunados
¡Muchas gracias, Expectante del mundo!
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