Me faltó una granada

Como bien sabéis por la publicación de Instagram, el tema del relato de este domingo está inspirado en una vivencia personal que dejé en el aire y aquí os la revelo al completo. A ver qué día, verdaderamente, no es no. 

Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo. Ojalá os guste. 

¡Espero vuestros títulos! Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!

Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos y más historias. Gracias❤️


Posible título: Me faltó una granada

¿Qué soy yo una puta? Cada día que pasa los tíos me daban más asco. El encono que siento no hace más que aumentar en mi interior. Después de todo, creo que estoy a punto de convertirme en una feminazi de esas. Lo dudo, pero en alguna ocasión ganas de matar a un hombre, no me han faltado, ya lo sabes.

Que me explique alguien por qué el hecho de ser invitada a una copa da por sentado que voy a follar con el susodicho. Ni que un polvo conmigo costara ocho euros. ¿Por qué los tíos tienen tanta autoestima? A más de uno me habría gustado decirle que se mirara al espejo antes de hablarme. Es nauseativo: la mirada lasciva y el bulto en el pantalón, demandantes de un desfogue. Como si fuera mi cuerpo un campo de tiro.

No suelo salir de fiesta. No va conmigo. Pero aquella noche era una ocasión especial. Celebrábamos la despedida de soltera de mi amiga, así que había que darlo todo. Claro que sí. Bailaba divertida, intentado obviar las miradas desesperadas de una reciprocidad que no hallarían, mas los metros cuadrados de las discotecas del centro de Málaga suelen brillar por su ausencia, así que era inevitable no sentirse en un coto de caza.

Súbitamente, me topé con un rostro conocido. En efecto, hacía, al menos, un año que no nos veíamos. Un saludo con efusividad controlada, un qué tal qué haces aquí y puso en marcha su plan. Resultó que trabajaba ahí ―yo no tenía ni idea― y, dentro de su imaginario, si nos invitaba a todos, enternecería mi corazón y mis bragas.

¿Qué soy yo una puta? ¿En qué momento consideró que caería rendida en sus brazos por invitarme a alcohol barato? Pensándolo mejor, no serían los chupitos, sino la inhibición. Una gran pérdida de tiempo por su parte porque yo dejé de beber antes de encontrarme con él. Era bastante patético.

Lo intentó hasta el final. Incluso pasada la hora del cierre. El dueño encendió las luces quirúrgicas echándonos a todos y, antes de escaparme, se las ingenió para que fuéramos a un local donde le conocían ―y donde tampoco pagaríamos nada―. Mis amigos, con tal de seguir la fiesta, iban al infierno si era necesario. En cuanto a mí, por los amigos, lo que fuera.

Nos dirigimos al nuevo local y, una vez allí, prosiguió con su jugada. La carta de emborracharme la tenía que descartar, pero todavía le quedaban dos más. Le dio la vuelta a la del personaje adulador. En menos de veinte minutos me regaló el oro y el moro y yo ya no sabía qué decirle para dejarle claro que no quería ni oro ni un moro. En menos de cuarenta estaba enamorado de mí y en menos de sesenta era la mujer de su vida. A mí me sobraron cinco para querer salir de ahí, pero no había manera. Era un experto maquinador, lo suficientemente zorro y manipulador para seguir apretando las tuercas e intentar convencerme de que era un ganador y yo su premio.

Giró la última: unas lagrimitas de cocodrilo por aquí y por allí. Estaba emocionado, decía. Por el reencuentro. «¿El reencuentro de qué?», pensé. Ni siquiera tenía su teléfono agendado. Un «guapa, dame una oportunidad», «te juro que no he sentido esto nunca», «ven, dame un abrazo» entre gotas de supuesta emotividad que realmente eran sudor por la falta de acondicionamiento. «¿Qué coño va a sentir?», pensaba yo. Si este era de los que venderían a su madre por un polvo, o de los que la violaría si no daba con una presa.

«Por dios, déjame ya».

Puse un millón de excusas, pero se hacía el sueco. Le dije que yo no sentía lo mismo, que tenía que volver con mis amigos, que estaba cansada, que prefería irme a mi casa. Nada. Ni puto caso. ¿Qué más tenía que hacer? Al final no me quedó otra que desaparecer. Yo, que había salido a echar un buen rato, me vi obligada, por culpa de un gilipollas, a dejar a mis amigos tirados porque la noche estuvo reinada por unos machos alfa que se amparaban entre ellos.

Antes de salir por la puerta pude ver cómo buscaba con la mirada a su próximo objetivo. Él no era el único. Al cruzar el umbral mi cuerpo se vio obligado a devolver toda la mierda que había inferido. «Tu puta madre, asqueroso», maldije entre arcadas. 







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Comentarios

  1. Menos mal que preferí esperar a tener un momento tranquilo para leerlo y comentar.
    Es que no se puede añadir nada, es la historia que se viene repitiendo desde ni se sabe.
    Y por más que pasa el tiempo siguen sin darse cuenta oye.
    Hacen falta estas historias y sobre todo hace falta darles visibilidad.

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    1. ¡Muchas gracias por la visita, Antonio! Siempre será el cuento de nunca acabar, pero bueno aquí seguimos, con esperanza del cambio, concienciando!! Un abrazo

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