Adlátere de mi rostro

Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), en el relato de este domingo, los espejos son un objeto clave. Este escrito nació primeramente por el título. Últimamente no tengo mucho tiempo y estoy escribiendo a prisa, cosa que no me gusta, pero bueno; así que para facilitarme el trabajo me he inventado títulos, aunque no sean mi fuerte, y de ahí construyo la historia. En esta ocasión el título inicial que escribí fue La chica invisible, pero finalmente me quedé con Adlátere de mi rostro. En mi perfil de Instagram publiqué la foto de un espejo porque cuando escribí el título, lo primero que se me vino a la mente fue una chica que había vivido toda su vida sin espejos. Luego, la historia tomó otro camino, pero lo de los espejos me lo quedé. Espero que lo disfrutéis y dejadme vuestras impresiones si os apetece. 

Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo. 

Posible título: Adlátere de mi rostro

Nací el 22 de febrero de 1992 a las 18:33 y, hasta hace poco, llevaba 32 años sin saber cómo era mi rostro. En mi casa familiar nunca ha habido espejos. Cuando era pequeña no me fotografiaban, así que tampoco teníamos un álbum en el que rememorar aquellos tiempos de antaño en los que me bañaban en el barreño donde también se bañó a mi madre, a mi abuela, a mi bisabuela… Estaba hecho de barro y lo había resistido todo: desde las inundaciones del 1973 hasta los innumerables intentos de robo; pero no existía fenómeno atmosférico ni ladrones que pudieran con él. No me bautizaron ni hice la comunión, así que tampoco teníamos fotos de aquellos eventos como sí las tenían mis compañeros de la escuela. Tampoco me casé.

Vivíamos en una casa de campo alejada de la ciudad. Además de la casita, teníamos un gallinero, un pequeño establo y muchos, muchos metros de jardín. Todos los muebles que rellenaban las habitaciones de nuestro hogar eran robustos y sin cristales. A mí siempre me parecieron demasiado grandes y sombríos. De hecho, reducían el espacio y eran muchas las veces que nos chocábamos con ellos. No obstante, mi madre estaba arraigada a la tradición mobiliaria familiar. En la cocina no contábamos con microondas, los fuegos funcionaban a gas y la puerta del horno estaba pintada a propósito de un color negro mate para evitar que se viera el reflejo del cristal. Cada dos por tres teníamos que abrirlo para comprobar que la comida no se quemara. El baño estaba desnudo en contraste con el resto de las estancias. Tan sólo estaba compuesto por un retrete, un lavamos y una ducha con cortina. Nada más. Ni un mueble para guardar las toallas o las compresas, ni un espejo, obviamente, y ni siquiera un aplique para el rollo de papel. Lo apoyábamos sobre la cisterna. Al cuarto de mi madre tenía prohibida la entrada. Siempre sospeché que ahí custodiaba un espejo, pero nunca osé averiguarlo. Mi madre era de armas tomar.

A mi padre le dio un infarto al corazón justo en el momento en que saqué la cabeza por la vagina y, desde entonces, sólo nos tenemos la una a la otra, por lo que fue ella la que se encargó de mí para todo: me peinaba de cara a la pared y sólo ella daba el visto bueno, me lavaba la cara, me vestía. Hasta que no cumplí los cinco años, se dedicó a enseñarme desde casa a leer, a escribir, a identificar los colores, a memorizar los días de la semana... Como me crie de esta manera, para mí era normal desconocer si tenía una fosa nasal más grande que la otra o si por el contrario, eran idénticas; perfectas. Sin embargo, no fue hasta que crecí que me di cuenta de que éramos unos bichos raros. Yo sabía que en las casas corrientes había espejos, así que cuando entré al colegio le empecé a preguntar acerca de la ausencia de estos. También le pedía que me describiera físicamente, pero me respondía esquivas o simplemente cambiaba de tema dejándome con una frustración difícil de gestionar que se tradujo en rabia durante unos años. Ansiaba respuestas y, cada vez que iba en búsqueda de ellas y me escapaba al cruce de la carretera donde había un espejo para que los coches pudieran ver la carretera contraria, mi madre siempre llegaba a tiempo. Hoy pienso que cuando me escolarizó debió advertir a los profesores, ya que habilitaron un servicio especial para mí, sin espejos. Hizo lo mismo en el instituto y, cuando finalicé la ESO di fin a mi etapa de estudios. Me quedé con mi madre en el campo y decidí ayudarla con la economía familiar. A ella le quedó una pensión de viudedad y, entre eso, un alquiler que teníamos en la ciudad y nuestros trueques de huevos, queso y leche, no necesitábamos trabajar más de la cuenta. De hecho, no trabajábamos. Era nuestro día a día. Nos levantábamos antes que el sol y, según el día, quitando nuestra rutina de ordeñar, recoger los huevos que habían puesto las gallinas y alimentar al ganado, a veces nos tocaban tareas de mantenimiento o gestiones burocráticas, pero nunca teníamos la sensación de estar obligas a hacerlo y eso nos otorgaba la libertad de disfrutarlo.

Un día, sin haber ocurrido nada extraordinario, me desperté de madrugada sobresaltada. Había tenido una pesadilla. En ella me veía a mí misma con la faz desfigurada, un ojo de cada color, una oreja más grande que la otra, con cuatro pelos en las cejas, una nariz aguileña enorme, unos labios finos como espaguetis y una cabellera que no me llegaba ni a la altura de la frente. Pensé que era real, que yo era así. No logré conciliar el sueño de nuevo y me quedé despierta hasta que amaneció. Llevaba 32 años a ciegas y, aunque pasé por una época rebelde en la que me emperré en averiguar cómo era, pensé que ya se me había pasado; que estaba acostumbrada a no reconocer mi rostro. Aquella mañana muté. Mi madre me preguntó qué me pasaba, a lo que yo me limité a contestarle que había dormido mal y que estaba cansada. Cuando llegó la noche permanecí con los ojos abiertos como platos, comiendo techo, dándole vueltas al mal sueño. Aquella necesidad de verme volvió con más fuerza.

Me levanté de la cama, me puse una bata y salí de casa sin zapatillas y de puntillas para hacer el menor ruido posible. Lo malo del campo era que por la noche, el silencio lo descubría todo. Para cuando puse un pie en la hierba, mi madre ya estaba con un ojo abierto. Pero entonces yo ya no era una niña y corría mucho más que ella. Salí disparada con su sombra tras de mí hasta el espejo de la carretera y, después de 32 años, observé mi reflejo. Casi se me para el corazón, como a mi padre. Empecé a llorar queriendo deshacer lo que había visto. Mi madre se acercó por detrás para abrazarme, pero me zafé rauda y salí corriendo sin rumbo. Oía los pasos de mi madre, intentando seguirme el ritmo, pero yo estaba decidida a escapar. Quería escapar de mí. No sé cuánto tiempo estuve dando zancadas. Amaneció y me agazapé en el bosque. Mi pesadilla había sido real. Entonces comprendí por qué mi madre me mantuvo en casa hasta que no le quedó otra opción, por qué no había espejos en casa, por qué no había fotos mías, por qué tenía un baño especial en el colegio, por qué mi padre murió. Era un monstruo. Sé que mi madre me buscó durante un tiempo, pero yo me negué a volver. Desde aquel día, vivo escondida. 

¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!

Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️ 

Todos los derechos reservados. La copia del texto para fines creativos/comerciales y/o concursos queda prohibida. Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual.

Comentarios

  1. Y todo esto escrito con prisas. Creo que más comentario después de esto no a lugar, su señoría.
    😘

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

¿Qué os ha parecido el relato? ¿Qué título se os ocurre a vosotros? ¡Dejadlo en los comentarios! ¡Os leo!

Entradas populares de este blog

Depresión

Vidas pasadas

Su titi

Nostalgia anticipatoria

Te veo en los sueños

En el silencio