El almendro
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), el relato de este domingo está inspirado en los sueños, en el sentido inalcanzable de las imágenes que proyecta nuestra mente mientras surca los confines del subconsciente. En esta ocasión, decidí colgar la foto de un almendro para proporcionar una pista de uno de los elementos, pero en esta narración, hay de todo.
Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo.
Posible título: El almendro
Tenía el culo pegado
a un suelo pétreo, con la espalda apoyada en una pared con gotelé y el cuerpo
abandonado a su suerte, hastiado. Estiré las piernas para mayor comodidad y, a
pesar del desapacible entorno, mis labios curvaron una ligera sonrisa y apagué
los párpados con tranquilidad. No se oía ni una mosca. Sumida en el descanso y a
punto de sumergirme en la fase REM, me sobresalté. Justo debajo de mí se abrió
un agujero negro que me abdujo.
Como si de un
tornado se tratara, rodé y rodé hacia abajo. Sentí que los miembros se me iban
a desencajar, el pelo se me hacía una maraña, los pendientes luchaban contra la
gravedad, chillaba desesperada, casi afónica y lloraba. Aquel bucle parecía no
acabar nunca hasta que me di de bruces con la copa de una palmera. Me aferré a
las ásperas hojas que decidieron dejarme marcada de por vida; las palmas de las
manos me sangraban, pero había demasiada altura. Sin embargo, no aguantaría
mucho tiempo. Me resbalaba. Eché un vistazo al tronco. Ni de coña. No iba a
morir por culpa de una palmera. Oteé el entorno y sólo había kilómetros de
arena blanca. «Quizá no sea para tanto», pensé. Me solté, oyendo a lo lejos
música cubana, un mambo creo, y me abandoné a mi suerte.
Caí al vacío y
ante mis ojos se abrió, de nuevo, un agujero negro. Me revoleó y volví a dar
vueltas a su alrededor como una peonza. Entonces, caí en la copa de un abeto. Al
menos este no pinchaba tanto como la palmera, pero era aun más alto. Miré al
suelo y me recorrió un vértigo desde los pies hasta la cabeza. Arranqué una piña
y la lancé para calcular cuánto tardaba en tomar contacto con la tierra. Tres
segundos. No eran tantos, ¿no? El terreno parecía húmedo y había empezado a
nevar. Si me lanzaba hacia abajo, quizá sobreviviría. Decidí impulsarme
obviando que se acercaba una familia para escoger su árbol de navidad. Obviando
que me encontraba en Connecticut, tal y como indicaba el cartel de la propiedad
de la granja, pudiendo marcar un antes y un después haciendo presenciar a niños
de cinco años un acto de suicidio.
Como si de una
broma se tratara, un nuevo agujero se abrió ante mí. La sorpresa fue menor y, a
sabiendas de lo que sucedería, me recogí el pelo con la gomilla que tenía en la
muñeca, me quité los pendientes y me abracé para no hacerme daño. Entonces, caí
sobre un almendro florecido. Debido a mi irrupción, hice que se cayeran unas
cuantas almendras. Me quedé admirando el paisaje y descubrí que me encontraba
en Jaén. Más concretamente, en el terreno de mi abuelo. Hacía años que no volvía.
Cogida con fuerza a sus ramas, busqué alguna pista que me revelara por qué
había parado a llegar ahí. No había nadie. O, al menos, eso parecía. Las flores
blancas resplandecían a la luz del sol como si fueran perlas tintadas de magenta
en el corazón. Las almendras parecían el complemento perfecto. De un marrón
claro mate, en conjunto con las hojas irregulares, y un verde oscuro, creaban
el paisaje de pequeños bosques en miniatura que confluían en un paisaje árido,
caluroso y cargado de un aroma amargo y dulce que bailaba con la tierra sus
frutos. El árbol proyectaba fortaleza, beldad, sabiduría.
Sin embargo, no me
podía quedar ahí toda la vida. Tenía que bajar. La altura difería de las
anteriores. Si no me equivocaba, el pegar un salto sólo me ocasionaría un par
de rasguños, pero me daba miedo. Mientras me decidía, me comí un par de
almendras. Al primer contacto con las papilas gustativas, me transporté a mi
infancia. A cuando a finales de agosto venía temprano con mi abuelo a
recogerlas y cada dos por tres me regañaba por comérmelas. Qué recuerdos.
Estaba tan a gusto ahí arriba que caí rendida.
De repente,
alguien me despertó al grito de:
―¡Niña! ―gritó un
abuelo― ¿Qué haces ahí arriba? ¿Quieres bajar de una vez?
―¿Abuelo? ―pregunté
abriendo los ojos.
―¡Como que abuelo!
Baja y ponte a recoger almendras ―me ordenó.
Y bajé; deslizándome por entre las ramas como si lo hubiera hecho toda la vida. Me
abalancé sobre mi abuelo al que hacía años que no veía, y le di un achuchón que hizo que se enfadara conmigo
porque le estaba dejando sin respiración.
―¡Niña! ¡Suéltame
que me ahogas! ―exclamó.
Hice caso omiso y
me despegué de él para besuquearle toda la cara.
―¡Te quiero, abuelo, te quiero mucho!
―Qué rara estás
hoy, niña. Venga, vamos. Yo también te quiero.
Se alejó de mí y se afanó. Me quedé mirándole a lo lejos, con una sonrisa de oreja a oreja, dichosa por verle de nuevo. Su imagen empezó a desdibujarse, chillé su nombre, pero mi abuelo no se giraba. El cuerpo me empezó a temblar y mis sospechas fueron ciertas. Mi peor pesadilla apareció de nuevo. El agujero me abdujo por última vez y me expulsó en el suelo duro y la pared con gotelé donde me había echado una siesta.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Gran relato ✨
ResponderEliminarHace poco tuve un sueño que podría asemejarse, con un familiar.
Gracias por introducir tantos elementos sentimentales en un escrito cada vez que te desangras en palabras, aunque sea irreal...Es reconfortante.
Un posible título podría ser: Vorágine de añoranza.
¡Que tengas buen domingo, Claudia!
¡Me encanta el título! ¡Muchísimas gracias!🥰🥰🥰
EliminarDespués de mi tiempo en barbecho he releido este relato y me doy cuenta de las ganas de leer que siempre me das con tu forma de escribir.
ResponderEliminarDefinitivamente tengo que aprender de ti a describir mucho más los detalles.
😘
¡Ay qué cosas tan bonitas me dices! Tú me has enseñado muchas cosas... compañero de camino <3
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