Vesania
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), el relato de este domingo ha surgido a raíz de pedirle a mi abuela una batería de palabras y que de entre ellas surgiera «puñeta». Desconocía que se refería a las bocamangas de las togas de los jueces y me llamó la atención. Supe que podría crear un relato a partir de ahí y me guardé el término para ponerme a escribir cuando tuviera tiempo. He aquí el resultado.
Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo.
Posible título: Vesania
Me enamoré de mi marido
en un contexto insólito. En un contexto incluso peligroso. Quizá eso fue lo que
me atrajo hacia su figura. La erótica de hacer algo prohibido. No debíamos
involucrarnos el uno con el otro. No podíamos si queríamos evitar que yo
entrara en la cárcel. Era mi abogado.
Yo siempre he cumplido
las normas a rajatabla. Me crie bajo los mandatos de una madre estricta y
exigente, mi hermano y yo la apodábamos la Dedo Recto. Nos sacó adelante sola y
eso endureció su carácter. Mi padre falleció de cáncer de pulmón cuando yo
tenía cinco años y quedaban dos meses para que naciera mi hermano. Sin embargo,
nunca consideré que la disciplina fuera necesariamente negativa por su
condición restrictiva. La disciplina era necesaria para ser alguien de
provecho. Siguiendo esta línea, en la escuela nunca tuvieron que propinarme un reglazo correctivo
y siempre cumplí con mis obligaciones. Ni que decir tiene que era una ciudadana
modélica. El vivo ejemplo de una mujer loable, trabajadora y diligente. Como mi
madre me enseñó, las mujeres teníamos que ganarnos el respeto a base de cultivar
la mente y mostrar educación. Seguramente te estés preguntando cómo acabé
precisando de un abogado si era tan ejemplar. Yo misma a veces también me lo
pregunto cuando echo la vista atrás y veo en lo que me he convertido. Saqué las
mejores notas de mi promoción y entré en la universidad para estudiar el Grado
en Enfermería. Finalicé los estudios un años antes y obtuve matrícula de honor.
Lo dicho, era una mujer loable, trabajadora y diligente. No tuve que buscar
trabajo. Me cogieron por mis honores en un hospital y desde entonces estuve
trabajando como enfermera. Conocí a un cirujano y me casé con él porque, en
boca de mi madre: «Como no te cases se te va a pasar el arroz.». Celebramos una
ceremonia íntima y formal y me mudé a su casa. Mi vida era envidiable, o al
menos eso me decían mis compañeras enfermeras, pero poco a poco mi estado de
ánimo fue menguando. Hasta la fecha me había sentido dichosa y orgullosa de mis
logros. No sé qué me sucedió, pero el día que me enteré de que estaba
esperando, me sumí en una espiral de pensamientos deprimentes a los que no alcanzaba
a poner fin. No me hacía gracia que dentro de mi vientre se estuviera gestando
una vida. No quería ser madre. Quería interrumpir el embarazo, pero acometer
ese acto iba en contra de mis enseñanzas. Cuando me venía a la cabeza la idea
de abortar, aparecía raudo el recuerdo de las palabras de mi madre: «Cuando te
cases, tú deber será el de darle hijos a tu marido y cuidar de la casa. En
cuanto te quedes embarazada, dejas el trabajo.». Ella murió antes de poder conocer
a su nieto en un accidente doméstico, y mi hermano se suicidó dos semanas después
porque no fue capaz de soportar su defunción.
Superé el trimestre y ya
no hubo marcha atrás. Iba a ser madre. Los meses de preñez me convertí en una
maestra del cinismo y enmascaré el ansia que acrecentaba en mi interior de
explotarme la barriga. El día del parto deseé que el bebé estuviera muerto.
Pero no tuve esa suerte. Me lo pusieron en los brazos, repleto de sangre y
viscosidades que me provocaron arcadas, y volví a desear que falleciera. Pero
no tuve esa suerte. Una vez en casa y habiendo presentado mi carta de dimisión,
transcurrieron semanas en las que me debatía entre matar a mi hijo o matarme
yo. Finalmente, una noche en la que mi marido estaba de guardia en el hospital,
me decidí por la primera opción. Me negué a vivir atada al servicio de dos
hombres que no habían hecho nada por merecer mi entrega. Le ahogué con una
almohada y lo dejé en la cuna. Desde que supe que estaba embaraza, comencé a
ahorrar dinero como una loca porque algo que me decía que lo necesitaría en un
futuro, así que cogí una maleta y metí tres mudas, los quince mil euros que
escondía dentro del cajón de la mesita de noche donde guardaba la ropa interior, y hui de la casa sin remordimiento de
conciencia. Yo era una mujer ejemplar.
Escapé a nuestro país
vecino, Portugal. Fui a la estación ferroviaria y compré un billete para el
primer tren que partiera. Igual que fue Portugal podría haber sido Francia.
Llegué a la estación de Faro y, una vez en territorio extranjero, volví a ser
feliz. La primera noche la pasé en duermevela en un banco donde entablé mi
primera amistad con un sintecho que me ofreció cobijo entre sus cartones. Entre mantas malolientes, un brik de vino tinto y una radio antigua, me
contó que conocía a un tipo que podía ayudarme a hacerme un documento de
nacionalidad nuevo. A partir de aquel momento, rehíce mi vida. Conseguí trabajo
en un centro de atención a tóxico-dependientes y alquilé una casita en Olhão. Transcurrieron
dos años en los que viví plácida en mi nuevo contexto. Adopté por costumbre tomar
prestados unos tranquilizantes del centro para poder conciliar el sueño y entonces
se me ocurrió que podía comercializar con ellos, así que me dediqué
paralelamente a trapichear con Stilnox. Algo me decía que ahorrara la mayor
cantidad de dinero posible porque lo necesitaría en un futuro. De repente, un
día, llamaron a mi puerta. Yo no esperaba a nadie. Abrí y me topé con dos
rostros desconocidos que me informaron de que estaba detenida porque se me
acusaba del asesinato a un bebé que yo no reconocía como hijo mío. Me quedé
estupefacta. Yo no tenía ningún hijo. Me dijeron que tenía derecho a un
abogado, así que busqué al mejor de toda España. No podían tomarme declaración
en Portugal porque estaba fuera de su jurisprudencia. El delito no tenía nada
que ver con la policía portuguesa, así que me trasladaron ilegalmente, facto
del que fui conocedora a posteriori, y me llevaron hasta una sala en la
que me interrogarían al término de la llegada de mi actual marido, pero esto
último sucedería más adelante. Mientras esperaba mantuve una actitud sosegada.
No había hecho nada. Entonces, apareció ante mí Higinio Berrocal. El mejor
abogado especializado en derecho penal de todo el territorio español. Nos
concedieron cinco minutos para hablar a solas y le informé de mi postura. Era
clara: no había matado a nadie porque yo nunca había tenido un hijo. A él le
habían proporcionado el informe que detallaba mi caso previamente. Me aconsejó
que no declarara nada durante las preguntas y así lo hice. Me dejaron marchar,
pero hasta que no se celebrara el juicio y se dictara sentencia, no podía
volver a Portugal.
El juicio tardaría en
celebrarse cuatro meses durante los que preparamos mi defensa. Se me acusaba,
concretamente, de asesinato con alevosía. Estaban locos. Estando en el despacho
de Higinio, le conté la historia con todo lujo de detalles: «Higinio, hace dos
años me casé con un cirujano, pero la verdad es que no me casé yo, sino otra
persona. En los papeles no figuran mi nombre. Después me quedé embarazada, pero
no era yo, sino la persona que se había casado con el cirujano. Así que cuando
le pusieron la almohada a aquel bebé en la cara, no era yo, sino Paula Yo me
llamo Amanda. Si buscas el contrato matrimonial, lo podrás comprobar. Higinio,
yo soy Amanda. Los delitos no son contra mí, sino contra una mujer que no sé
quién es». Ante mi relato Higinio quedó mudo. Tardó unos segundos en responder
y entonces me preguntó que por qué hui a Portugal si yo no había hecho nada. Le
contesté que yo no había «huido», sino que me había mudado, sin más.
―A ver si me aclaro,
Amanda, ¿no?
―Sí.
―¿Me está diciendo que cuando
usted conoció al cirujano no era usted, sino una mujer que se llamaba Paula y
que cuando Paula se quedó embarazada y mató a su hijo, usted, Amanda, se iba a
Portugal porque le apetecía, no sé, probar los pasteles de nata?
―Efectivamente. Muy
buenos, por cierto. Sé que suena muy raro, pero más raro es para mí que llamen
a mi puerta y me digan que he matado a un niño que nunca conocí. Si yo nunca he
estado embarazada ni casada ni nada de lo que dicen.
―Madre mía… ―susurró
Higinio.
―¿Madre mía? ¿Eso qué
significa?
―Pues, Paula, perdone,
Amanda. Significa que lo tenemos crudo.
―Pues arréglelo que para
eso le pago.
―No soy Dios, ¿sabe?
―Pues séalo.
―¿Puede dejar de decir desvaríos?
―Oiga usted. Yo no estoy
diciendo ningún desvarío. Sólo tiene que creerlo. La realidad es aquello que
uno cree, Higinio.
Entonces, acorté la
distancia que nos separaba, me encaramé a la mesa de su escritorio y le besé
apasionadamente. Me apartó de un empujón, se desabrochó un botón de la camisa,
inhaló y expiró cuatro veces a descompás, me miró y me espetó:
―¿Se puede saber qué está
haciendo, puta demente?
Hice oídos sordos y me
volví a abalanzar sobre él. Esta vez no se resistió. Sucumbió a mis encantos y
nos sumergimos en una oleada de lujuria y fogosidad encima de su silla.
―Me está volviendo loco,
Amanda ―me confesó al oído, cigarro en mano, con mi cuerpo aún entre sus brazos
con la cabeza posada sobre su pecho.
―La locura no existe,
Higinio. La locura es una invención como lo es también la realidad.
―¿Qué dice? ―me preguntó
desconcertado.
―Que la verdad es locura
y viceversa. Nada es verdad porque todo es mentira.
―Lo que usted diga.
―Claro. ¿Sabe? Creo que
me he enamorado de usted.
―¿Y eso es verdad o es
mentira?
―Eso lo es todo.
―Enmendaré su caso,
Amanda. Aún no sé cómo, pero lo enmendaré. Creo que yo también me he enamorado
de usted.
El día del juicio, cuando
le vi entrar a la sala enfundado en su uniforme de abogado con la toga de color
negro, sin una arruga, sin un hilillo colgando y que había decidido, aun a
riesgo de que le amonestaran, colocar en las bocamangas unas puñetas cuyo
encaje parecía entretejido por la mismísima Aracne, supe que tendríamos ganado
el juicio y que quedaría libre de cargos. Higinio alegó falta de pruebas con
una estrategia feroz que derrocó toda la línea del abogado del que era el
marido de Paula, hombre que tampoco había visto en mi vida, y me dejaron volver
a Portugal. Un mes después, Higinio apareció ante mis ojos con dos billetes a
Las Vegas.
―Amanda, ¿se viene
conmigo y empezamos de cero?
Nos fuimos. Allí nos casamos en la capilla de las flores, firmamos bajo los nombres Regina y Adam y, desde entonces, vivimos en una casita en Southern Highlands y hace tres meses que estoy esperando un hijo. Mi primer hijo.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Voy por partes.
ResponderEliminar¿Qué hija de p... esa tía, no?
Es lo que me ha salido al leerlo.
Segundo, todos los palos los tocas bien Claudia. Esta es otra historia que estirándola daría para una novela y hasta para una serie.
Tercero, ¿por qué lo de Vesania? Al final ha pasado todo el relato sin que aparezca la palabra jeje.
😘
Jajaja me ha encantado que la hayas llamado hija de puta.
ResponderEliminarCoincido contigo con que la historia se puede estirar. De hecho, yo misma me he quedado con ganas de seguir dando detalles. Hace poco fui a la presentación de un libro y la autora dijo algo que me hizo reflexionar. Y es que, según ella, el resultado de una obra será proporcional al tiempo que se le haya podido dedicar, y lleva razón (al menos según mi criterio).
Un lector, por privado, me dijo que el personaje del abogado le había parecido flojo y, si bien no me hizo gracia que lo calificara como tal, releí el relato y es cierto que falta información sobre cómo llega a enamorarse de ella.
Aunque, como ya he dicho en otras ocasiones, no tengo todo el tiempo que desearía, lo que no quiero es dejar de escribir y hacerlo lo mejor que sé, aquí y ahora.
No descarto rescatar este relato y ahondar en estos personajes y esta historia. Les he cogido cariño.
En cuanto al título, querido Antonio, ya dije que no se me dan bien jajaja. Escogí Vesania porque la locura forma parte del relato y no se me ocurría nada mejor. Sin embargo, creo que lo cambiaré más adelante a Vesania compartida porque el abogado quizá también oculte algo... aquí lo dejo.
Gracias por leerme!!!!
Pero qué significa vesania?
EliminarLe has cogido cariño también a la hija de puta? Jaja
Luego te metes conmigo por no saber lo de las puñetas... puñetero!! jajaja Vesania significa locura, demencia.
EliminarY sí, le he cogido cariño jajajaj ella también merece amor