Dulce Salado
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), el relato de este domingo está inspirado en la combinación de lo dulce y lo salado. La semana que se me ocurrió escribir sobre esto, compré en el Lidl unos dátiles con beicon que estaban para morirse del gusto. Me comí uno todos los días hasta que acabé con el paquete y, un día, no recuerdo cuál, saboreé la combinación con más atención que de costumbre y me gocé tanto el momento que supe que tenía que escribir algo relacionado. He aquí el resultado.
Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo.
Posible título: Dulce Salado
Unas tostadas con
mantequilla y mermelada, unos dátiles con beicon, caramelo con sal, melón con
jamón, queso con membrillo, pizza con piña, pan con aceite y miel, chocolate
con pepinillos.
¿Será verdad que los polos opuestos se atraen? ¿Será verdad que nada es verdad en cuanto a gustos se refiere? ¿Será que no existe combinación incorrecta sino el imperativo de un paladar concreto? ¿Será que todos los sabores tienen su público? ¿Será que la vida está para atreverse con mezcolanzas aparentemente imposibles? Y, si esto es así, ¿qué hago entonces yo aquí? Sentada en una silla de plástico sin respaldo, rígida, fría e incómoda, frente a un ordenador portátil que me quema las retinas, en una habitación con paredes a las que le han salido póstulas de aburrimiento. Todos los días la misma secuencia: el sonido de un despertador anticuado, herencia de mi abuela ya muerta, la elección de un atuendo sobrio, de oficina, como si fuera el uniforme impuesto por unos jefes que trabajan en un edificio magno y cenizo elevado por encima de las nubes. Un desayuno simple; incluso pobre. Un café sin leche quemado y un bollito de pan, integral, con aceite y tomate; y a veces sin tomate. Entonces, con el estómago arrugado, asqueado de la rutina gastronómica, me afinco en mi cuarto y no salgo hasta el mediodía para comer cualquier preparado instantáneo y seguir tecleando hasta consumir las horas de luz.
Llevo trabajando como
programadora web para una multinacional desde hace cinco años. Trabajar de lo
que he estudiado es un privilegio con el que no muchas personas cuentan. Recuerdo
que empecé con la ilusión de un niño cuando llega la hora del recreo, pero con
el paso de los años me he ido apagando como un enfermo terminal. Lo que pensé
que sería el trabajo de mi vida, se tornó en el sufrimiento de mi vida. Hace dos años que me descubro hastiada, sin ganas, muerta. Un día sentí cómo mi interior se robotizaba y mudaba la piel para dar paso a una más dura y metálica. ¿Cómo podía ser que a lo que me llevaba dedicando toda mi vida me estuviera consumiendo?
El cuerpo se encargaba de hacerme notar que necesitaba un cambio. Apenas
dormía, tenía la tez amarillenta, la panza hinchada, las ojeras marcadas,
urticaria en las manos, se me caía el pelo. Siempre he sido una persona
ansiosa, por lo que algunos de los síntomas los atribuí a mi personalidad. No
obstante, cuando se prolongaron, empecé a dudar de su naturaleza. ¿Hasta qué
punto era normal morir en vida? ¿Acaso debía normalizar mi realidad?
Hace una semana, cuando me
dispuse a prepararme el desayuno, no tenía ni pan, ni aceite, ni tomate. Abrí
la alacena de la cocina y encontré una tableta de chocolate con leche, un bote
de pepinillos agridulces, huevos, miel y atún en lata. Probé suerte en la
nevera: queso de cabra, jamón serrano, panceta ibérica, piña, pepino, zanahoria
y yogur. «¿En qué momento he dejado que pasara esto?», pensé. Sin mi desayuno
habitual no era nadie. Aunque quizá de eso se trataba. De empezar a ser
alguien. Experimenté. Quizá porque me negué, al fin, a supeditarme a unas
olivas convertidas en líquido y a una harina transformada en sólido. Cogí los
huevos, la panceta, la miel, el yogur y el queso de cabra. Corté dos rodajas
del queso y las pasé por una sartén para dorarlas, después puse dos lonchas de
panceta también en la sartén hasta que se tostaron. Con la grasa que habían
soltado, casqué tres huevos y los revolví. Podría haberlo dejado así, pero me
poseyó el espíritu de Ferran Adrià; aunque quizá sea mucho decir. Junté los
tres ingredientes en un plato y añadí yogur por encima, unos rayos de miel y
unas escamas de sal rosa. Desconocía lo que estaba haciendo, pero era lo más
divertido que había hecho en mi aburrida vida. Al ver el plato final, se me
antojó monocromático, así que pensé que el pepino le aportaría color y
frescura. Lo lavé bien, lo corté en rodajas y las dispuse a un lado como si
fueran una luna en cuarto creciente. Et voilà. Mi nuevo desayuno a punto
de transformar todo mi universo sin que yo lo supiera.
Después de aquella mezcla abigarrada, descubrí que los días eran mucho más que negro,
rojo y amarillo. Que había obviado una gama tan amplia como desconocida que estaba
esperando a ser descubierta. Comerme un plato con siete ingredientes para
desayunar fue una catarsis. Renuncié a mi puesto de trabajo, me apunté a un
curso de cocina y, años más tarde, me descubriría abriendo mi propio
restaurante: Dulce Salado. Pero, como ya he dicho, esto sucedería más
adelante: y, hasta legar a ese punto, me quemaría las dos manos, me acostaría
con Jordi Roca una noche loca, me ofrecerían participar en Masterchef y me plagiarían
una receta. Bendito atrevimiento el mío el de probar aun a riesgo de vivir.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Como cocines igual que escribes...
ResponderEliminarMe fascina lo bien que sabes plasmar las ideas sin importar el tema siempre.
😘
Jajaja no se me da mal :P Muchas gracias por tus palabras, Antonio
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