Júbilo otoñal
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), el relato de este domingo ha surgido a raíz de comerme un cartucho de castañas.
Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo.
Posible título: Júbilo otoñal
Lo peor que te puede
pasar al comprar un cartucho de castañas es que tengan gusanos y sean duras de
pelar. Menuda decepción invertir dos euros y una media de diez minutos en un
fruto incomestible. Pues así es mi vida: una desilusión constante, una
frustración incesante, un chasco perpetuo.
No. Es broma. La semana
pasada me compré un cartucho de diez castañas y fue el colofón a una jornada
espléndida. Vaticinando mi triunfal día, me desperté diez minutos antes pegando
un bote de la cama ganándole la carrera a la alarma.
«¡Ajá! ¡Te pillé! Te he
sacado diez minutos de ventaja.»
Después me preparé un
café en mi cafetera de confianza. Le amparan diez años de solera constatable en
la roña que tiene por dentro, pero que le da un saborcito que te quita el sentío.
El diez es mi número favorito. Por si no te has dado cuenta. Es perfecto. El
uno, recto como un palo; y el cero, redondito como una pelota de pilates. Lo
dicho, perfecto. Después del café más maravilloso del mundo, me enfundé una sudadera
que tenía un diez impreso en la espalda, unos tejanos y unas bambas. Cada vez
que me vestía con aquel jersey, la suerte estaba de mi lado. Me lavé los
dientes para evitar que se tintaran de marrón y salí de mi casa sin cerrar la
puerta con llave porque, si algo me caracteriza, es que confío en la buena fe
de las personas. Me dirigí hacia la parada del autobús y aguardé de pie tomando
el solecito que me calentaba las mejillas. Al autobús le quedaban diez minutos
para llegar. Me coloqué unos cascos inalámbricos y pulsé el botón de play
que originó que unas ondas imperceptibles llegaran hasta mis oídos y los
inundaran de «Saber que se puede, querer que se pueda. Quitarse los miedos,
sacarlos afuera…»
Me monté en el autocar, pagué el billete y le di las gracias al chófer con una sonrisa repelente. Hoy día lo normal es no saludar, no agradecer y no despedirse. Mi animosidad y agradecimiento le pillaron desprevenido. Le delató el ceño fruncido sentenciando que estaba loco. No me dijo «de nada», pero no me importó. Había un asiento libre, «¡Toma ya!», pensé. «Hoy compro lotería». Pegué el trasero a la tela aterciopelada y fijé la vista en el paisaje que me mostraba el recorrido de la línea diez. Bloques de pisos de color ceniza imperaban sobre el cielo azul claro. El panorama era aciago, apagado. En contraste con la estrella amarilla que se afanaba por aportar luz a la oscuridad. El verde sólo me salpicaba las retinas muy de vez en cuando, pero cuando lo hacía, no podía evitar que me recorriera un escalofrío por todo el cuerpo. Siempre he sido muy sensitivo; mi conexión con la naturaleza es tal, que siento su cadencia incluso a través de los cristales. Arribé a mi destino. Me apeé no sin antes cederle el paso a un anciano, y me dirigí hacia mi librería de confianza.
Mis pasos no eran
indiferentes a las gentes que paseaban por las mismas calles que yo. Intuía su
mirada clavada en mi esqueleto, pero estaba acostumbrado. Andaba dando brincos,
como los niños pequeños, emocionado, con energía, como si cualquier destino
fuera la bomba, como si se me fuera la vida por vivirla. Soy un lector
ferviente, un devorador de libros. Me leo tres a la semana. Algunos los
pirateo, otros me los compro y otros los tomo prestados de la biblioteca. Ese
día en concreto quise adquirir 10:04. El motivo por el que lo compré ya
lo habrás deducido. La lectura me ha acompañado desde el saco
amniótico. Mi madre me contó que desde que
supo que estaba embarazada de mí, se dedicó a leerme cada día un cuento en voz alta. Aprendí a leer a los cuatro años y desde entonces, no he dejado de
hacerlo. Entre páginas y tinta me siento a resguardo, dichoso, en paz.
Libro en mano me dirigí
hacia una cafetería a la que le tenía echado el ojo. La inauguraron hacía tres
semanas y, con motivo de la entrada del otoño, tenían en oferta un café que
promocionaban con el nombre de Pumpkin latte y unos rollitos de canela
gratis; así que hasta llegar a su terraza, brinqué como si estuviera jugando a
la rayuela. Me senté en una mesa para dos y le pedí al camarero que tenía unas
ojeras que le llegaban a la barbilla, el café y el dulce. Aguardé quedo cual
estatua; pero no una cualquiera: desde fuera me veía como si fuera un buda
feliz ―aunque un poquito menos entrado en carnes―. Al cabo de diez minutos, la
mesa quedó impregnada por un olor a café recién hecho en una cafetera sin solera
y a corteza seca de Ceilán. Me descubrí, una vez más, plenamente jubiloso. El
primer bocado me supo a gloria bendita; aunque nunca he sabido a qué sabe exactamente la
gloria bendita, pero según mi criterio, no existe mejor sabor que ese. El
segundo resultó igual de gustoso y devoré el plato hasta no dejar ni una pista de lo que
se me había servido. Pagué la cuenta: diez euros. Entonces, decidí que mi
aventura no había terminado.
Salté hasta el cine. Había
hueco en la sala número diez y la película estaba a punto de empezar: Un
viaje de diez metros. ¿Se podría haber rodado una película más optimista? Me
pareció admirable la historia de Hassan y su actitud frente a las vicisitudes que
la vida le impuso. Mi sueño es ser editor y trabajar rodeado de literatura; pero si no pudiera dedicarme a ello, también me gustaría ser cocinero. Pensándolo bien,
podría ser los dos. La cocina y la edición se asemejan. El resultado final de
ambos es deleitar a una persona con un producto. Mi plato favorito es la pizza
de diez quesos.
Camino de vuelta a la parada, me invadió las fosas nasales el humo de una olla al fuego que propagaba el olor a hojas por el suelo, a frío venidero, a anochecer a las siete de la tarde. Seguí el rastro hasta dar con un puestecito de castañas recién asadas. Le compré a la dueña un cartucho y las fui pelando mientras caminaba no sin antes desear que hubieran salido buenas, que si no, ciertamente, habría sido un coñazo pelearse con la cáscara para acabar, o bien tirándolas, o comiendo piel. Pero como ya adelanté al principio del relato, me comí unas castañas riquísimas a las que la cáscara se le despegaba sin esfuerzo. Me monté en el autobús, me senté en la última fila y acabé con el cartucho. Cuando pensaba que ya no quedaba ninguna, rebusqué en los escombros del cono y encontré una última enterrada «¡Toma ya! ¡Me queda una!». Saboreé el momento final, llegué a mi casa a las diez y diez, y concluí un día soberbio.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Queridos niños y niñas, de cómo de la punta de un hilo de imaginación se acaba sacando una madeja y de la madeja un jersey divertido, cómodo y que te entra a la perfección.
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¡Ay! Muchas gracias, Antonio. Me hace feliz leer tus comentarios y que disfrutes de leerlos tanto como yo de escribirlos
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