A mesa puesta
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), este relato es uno de los más tristes/emotivos que he escrito. El título nace de las ingeniosas frases que me suelta mi querido amigo al que le debo ya cuatro relatos: Nostalgia anticipatoria (entrada del 6 de octubre de 2024), Avión de tormentas (entrada del 27 de octubre de 2024), Expectativas frustradas (entrada del 22 de diciembre de 2024) y A mesa puesta.
La literatura me sigue sorprendiendo. Todos los mundos son posibles y me emociona crear historias de la nada. Sé que os lo digo siempre, pero gracias por leerme y por expresarme lo que os parecen mis relatos. Sin vosotros esto perdería buena parte de su sentido.
Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo.
Posible título: A mesa puesta
Mi marido no tendría que
haberse convertido en mi marido. Yo tengo la culpa. Yo y nadie más que yo.
Nos conocimos en un
concierto y nos enamoramos hasta las trancas. Se suponía que tendría que haber
ido a ese concierto con el que era mi pareja, pero para entonces ya lo habíamos
dejado. Apuré hasta el último día para encontrar a alguien que me acompañara,
en vano, así que revendí la entrada y acudí sola. No era la primera vez que me
embarcaba en una experiencia cogida de la mano de mi propia compañía. De hecho,
era como mejor me lo solía pasar. Albergo un millón de anécdotas de mis viajes
como mochilera, de festivales, de conciertos, de aquella vez que me apunté a
una cena con cinco desconocidos más… Soy lo que se llama un alma libre y abogo
por ello.
Entré al recinto, me pedí
una copa y oteé el ambiente para determinar cuál sería la mejor zona en
relación con la cercanía al escenario y a la barra. La encontré. Justo a mi
lado había tres hombres a los que le colgué la etiqueta de «cuñados». Me lo
hacían pasar bien con sus comentarios y su poca vergüenza. Entonces nos
miramos. Él estaba unos metros delante de mí. Fue una de esas miradas que
desafían la cordura. A lo largo de mi existencia me he enamorado en un millón
de pestañeos. Esta vez la diferencia radicó en que no había escapatoria como sí
la había habido como cuando una vez, caminando por el paseo marítimo, me topé
con unos ojos que jamás volví a ver. He sido testigo de cómo la música aúna las
almas más distantes y esta nos unió a nosotros.
En la primera pausa del
concierto tuve la tentación de acercarme y presentarme, pero no me atreví. Me dirigí
a la barra y me pedí una segunda copa con la esperanza de que el alcohol me
otorgara el impulso que me faltaba. No fue necesario. Fue él quien se acercó. Se
conoce que, cuando se dio cuenta de que me había ausentado, me buscó para no
dejarme escapar. Parecíamos dos niños, como si fuera nuestra primera vez en el
mundo. Estábamos nerviosos. La atracción era más que constatable. Yo desviaba
la mirada y a él no le salía una frase completa con sentido. Supongo que
enamorarse es tan irracional como lo es no asumir la responsabilidad de no
eludirlo. Hay que vivirlo y punto. Aunque salga bien. Aunque salga mal.
―Hola… ―Esperó unos
segundos. Buscando en su repertorio qué decir a continuación sin parecer un
psicópata o un desesperado―. No quiero molestarte, pero es que te he visto aquí
y no quería perder la oportunidad de presentarme. Soy Francis.
―Hola… ―le contesté curvando
la sonrisa―. Has hecho bien ―le dije mostrando los dientes―. Soy Verónica,
encantada.
―¿Qué tal el concierto? Una
pasada, ¿verdad?
―Total. Marea no defrauda.
―¿Has venido sola?
―Sí… En realidad tenía otra
entrada, pero la tuve que vender.
―¿Te quieres unir a
nosotros? ―me ofreció señalando hacia un grupo de personas que estaban justo
donde nos miramos por primera vez―. Somos unos cuantos y estoy seguro de que te
van a acoger con los brazos abiertos.
Dudé, pero al final, movida
por los hilos de una atmósfera que te invitaba a abandonar, durante dos horas, cualquier
dificultad que estuviera sucediendo en tu vida, me dejé conducir por su
invitación y, por qué no decirlo, su atractivo. En efecto, todos fueron amables
conmigo. Me sentí integrada desde el momento en que llegamos a su encuentro. La
banda volvió al escenario y dio comienzo al segundo pase. Con Manuela canta
saetas nos besamos. Ahí pensé que era el hombre de mi vida. Antes de eso,
ya estaba enamorada. Cantamos al unísono «Tiene en los ojos girasoles…»,
mirándonos a los ojos, con una sonrisa genuina y supimos que daríamos alas a lo
que estábamos sintiendo.
Así fue. Entonces nos
dedicamos, a lo largo de los meses, a exprimir, a agotar, a desafiar al tiempo pasando
noches en vela escrutando cada escondrijo, cada secreto, cada sueño. Yo me
dedicaba a la hostelería. Era camarera en un restaurante desde hacía años
aunque en el fondo anhelaba ser actriz. El cine y el teatro eran mi pasión. Él
era más afortunado en cuanto a condiciones laborales se refiere. Trabajaba como
mozo de almacén y tenía horario de funcionario. Aun así, aunque fuera difícil
hacer planes de fines de semana u organizar escapadas ―algo que no he hecho
jamás―, nos las ingeniamos para vernos, para comernos.
Al cabo de un año de
relación tomamos la decisión de mudarnos juntos. Sería la primera vez para
ambos que nos embarcaríamos en una convivencia, pero nos queríamos tanto que no
dudamos, en ningún momento, que podría terminar con nosotros. Contábamos con el
privilegio de haber nacido en un sitio costero. Los precios, comparados con los
actuales, eran asequibles. Pero nos topamos con una casita de antiguos
pescadores en primera línea de playa que nos enamoró. El único inconveniente,
por denominarlo de alguna manera, fue que únicamente estaba disponible con
opción a compra. Si me remonto a lo que he afirmado párrafos atrás, embarcarnos
en un compromiso de tal calibre no era sinónimo de alarma. Sin embargo, ¿acaso
el amor todo lo podía? ¿Acaso debíamos arriesgarnos tanto?
A veces me pregunto qué
habría sido de mí si aquel día no le hubiera aceptado la invitación. Si me
hubiera quedado al lado de los tres cuñados y hubiera continuado mi vida sin él
a mi lado. Reformamos la casa, la pusimos a nuestro gusto y reforzamos nuestro
vínculo a base de cadenas imperceptibles bajo el nombre de «hipoteca». A cada
paso que dábamos para crecer como pareja, me alejaba de retomar mi sueño de
convertirme en actriz. Le quería, sí; pero al cabo de cuatro años de relación,
de ver mis canas incipientes, de los surcos nasogenianos marcados y las olas en
la frente, dudé. El suelo que pisaba se me antojaba constringente, como si sólo
se separara del techo dos centímetros. Me tambaleaba, me zarandeaba, me mareaba
y me asfixiaba. Apenas dormía una noche entera sin desvelarme.
Recuerdo que una noche de
hace años salí afuera a mimetizarme con el mar, con su movimiento libre. Ese
que tanto echaba en falta. Pensé. Ya no iba a conciertos sola ―a Francis no le
gustaba. «Si ya me tienes a mí», me decía―. No me perdía para encontrarme. No
tenía momentos de soledad. Tampoco una cama entera para mí. Sin embargo, la
realidad era que lo que me robaba el sueño no era mi existencialismo, sino él. Y
eso me costaba horrores asumirlo. Aceptar que los girasoles de mis ojos se
habían marchitado porque no le dejaban ver la luz. ¿Hasta cuánto iba a
aguantar? Ahora lo sé: diez años.
El primer año de relación fue
un bello recuerdo que compartir con el mundo para granjear envidias y animar a
los productores de Hollywood a proyectar nuestra historia en pantalla. Hasta
los tres años de convivencia, éramos aptos de catalogarnos como «la pareja
perfecta», pero después… después ya no. Como ya he explicado, empecé a ahogarme
con mi propia vida. Como cuando te atragantas con tu propia saliva. La rutina
me había aplastado como a los mosquitos que tienen la mala fortuna de colarse
en una casa sin ventanas. Antes de que pudiera expresar las inquietudes que me turbaban,
Fran hincó rodilla. En la playa. Una tarde en que se presenció el atardecer más
bello de todo aquel verano que, en absoluto, vaticinó nuestro futuro. Dije que
sí sin pensar. Me dejé llevar por aquel anillo que me cortaría la circulación. Me
refugié en la idea de que quizá el matrimonio cambiaría nuestra situación.
Fue una boda «inolvidable»
en boca de los invitados. Para mí también. Ya que cada uno interprete si eso es
positivo o negativo. De luna de miel nos fuimos a Cabo Verde, que me recordó a
las islas Canarias. Recorrimos seis de sus nueve islas en quince días y
volvimos a España con la primera discusión de las muchas que acaecerían en los
años sucesivos. Fue en el avión. En aquel momento lo alegué al cansancio, al
estrés que generaba viajar tantas horas. Uno de los azafatos no dejaba de
mirarme. Ni siquiera disimulaba. De tanto sentir su mirada, yo también desviaba
la vista hacia él por pura inercia. Fran se dio cuenta de lo que estaba pasando
y me dijo, de muy malas maneras, que dejara de mirarle. Le expliqué cuál era la
situación, pero no quiso escucharme. Me enfadé. Sentí su dedo juzgador, sin
piedad, cargado de odio. No era justo. Sin embargo, él no era celoso, por eso
me desconcertó. Hasta la fecha nunca se había puesto así, por lo que lo dejé
pasar. Pero el viaje para mí se queda; porque me lo pasé con la cabeza gacha
deseando tirarme por las ventanas que ni se podían abrir ni se podían cerrar.
Volvimos a la rutina y tras
un mes de volver a verle las caras a los mismos clientes, de servir los mismos
cafés y recoger la misma terraza, sentí de nuevo que se me caía el mundo
encima. Lo hablé con Francis, pero fue peor que hablar con una pared porque al
menos esta no gesticulaba con incredulidad ni soltaba barbaridades por la boca:
―A ver, Vero, ¿qué me estás
queriendo decir? ―me espetó con el entrecejo fruncido.
―Pues que necesito un
cambio. Hace tiempo que estoy pensando y me gustaría retomar lo de ser actriz,
aunque suene ilusorio, lo sé… pero algo tengo que hacer. No aguanto más en el
trabajo.
―Pero ¿qué hablas de ser
actriz? ¿Tú sabes la edad que tienes? ¿Y qué quieres? ¿Dejar de trabajar? No
digas más tonterías y piensa un poco anda.
―Oye, a mí no me hables así,
eh ―le dije muy seria.
―Y tú deja de decir
idioteces. Tienes que trabajar de camarera, aguantarte y punto.
―Mira, vamos a dejar la
conversación porque no me esperaba que reaccionaras así y ahora mismo quiero
irme a que me dé el aire ―le expliqué haciendo ademán de incorporarme del sofá.
Entonces me agarró de la muñeca obligándome a sentarme y me preguntó:
―Vero, ¿me quieres dejar?
―¿Eh?
―Contesta.
―No, Francis. ¿Qué hablas?
―Tú a mí no me dejas, que lo
sepas ―me dijo sin soltarme la muñeca.
―¡Déjame en paz! ―le chillé
zafándome de su prisión y marchándome con el corazón en la boca.
Caminé durante horas
mimetizándome con el sonido del mar. Cuando la marea bajaba, inhalaba; cuando
subía, exhalaba. No sabía qué había sido lo que había pasado, pero lo que sí
sabía era que no estaba bien. Nada estaba bien. También lo supe porque no quise
contárselo a nadie. No quería pronunciar mi muerte porque la haría más real de
lo que ya era. Al volver a casa me encontré con un Francis que me aplicó la ley
del hielo hasta el día siguiente. De aquí en adelante nuestra relación fue a
peor. Cada vez eran más cosas: que si voy muy maquillada para que los tíos me
miren, que si a dónde voy, que si de dónde vengo, que si no salga hasta tarde,
que si con esas amigas no; que son muy guarras, que ya me lleva y me recoge él
del trabajo. No me daba tiempo siquiera de pensar porque había colonizado cada
recoveco de mí. El ruido de su prisión era lo único que resonaba en mis oídos.
¿Una fuga? Impensable.
Al cabo de un año de faltas
de respeto y de prohibiciones, me expresó que quería ser padre. Bueno, me
obligó a querer serlo yo. Me quedé embarazada. Me di de baja en el trabajo y me
quedé recluida en casa. Recuerdo un día en que él estaba sentado al sofá,
viendo un partido de fútbol y me pidió una cerveza mientras preparaba la
cena, como en tantas otras ocasiones, sin ayuda, en la cocina. De no haber sido
porque venía enlatada, la habría reventado contra la encimera y le habría hendido
la yugular. En cambio, se la di y le maldije entre dientes. ¿Acaso había venido
yo al mundo para pasar de servir por dinero en un local a hacerlo en mi propia
casa de manera gratuita?
La cerveza. Aquella puta
cerveza marcó un antes y un después. Mi marido vivía a mesa puesta y yo como
una gilipollas había cedido. Se lo había puesto en bandeja, nunca mejor traído.
Entonces deseé que el bebé que estaba engendrando no naciera. Estaba gestando
una vida que sería desgraciada porque su madre ya lo era. Hasta que diera a luz,
mi día a día se basó en hacer humos en la cocina, vestir la mesa, servir cebada
líquida en una copa fría y chuparla por fuerza de una mano imperante que me
presionaba el cráneo. Me pregunté en contadas ocasiones cómo había terminado
estando al servicio de un hombre al que detestaba, sin vida propia, sin
aspiraciones, sin nada. Cuando le veía sentado a la mesa, esperando a que le
pusiera el plato por delante, fantaseaba con que los materiales echaban a arder
y él se quedaba pegado a la silla, quemado vivo. Otras veces imaginaba que le
echaba veneno, aunque sabía que no era capaz.
Rompí aguas. En la cocina.
Fuimos al hospital. El parto se complicó. El bebé se había enrollado con el
cordón umbilical y se estaba asfixiando. Me metieron a quirófano. Tarde. Me
sacaron al bebé muerto y una parte de mí también se fue con él. Fran no dijo
nada. Su mirada aversiva habló por él. Me sumergí en una depresión que me
mantuvo retirada de la vida laboral durante dos años. 730 días de poner y
quitar la mesa yo sola. De poner y quitar la lavadora. De sacar y poner la
basura. De barrer y fregar. De cocinar y lavar. De llorar. De no reír nunca. La
noche antes de mi final mantuvimos una conversación decisiva:
―¿Piensas volver a trabajar
algún día? ―me preguntó llevándose la copa fría a la boca.
―¿A qué viene esto ahora?
―A que estoy harto de verte
todo el día en casa. Eres un estorbo.
―¿Perdona?
―Lo que has oído. Eres un
estorbo todo el día ahí con el delantal ese que ya mismo echa a andar solo, las
ojeras que te llegan a los tobillos y esa energía tan negativa que cargas
contigo a todos lados. Han pasado dos años ya, Vero. Supéralo. ―No había nada
más que añadir. Él ya lo había dicho todo. Me levanté de la silla y me fui a la
cama sin dar ninguna explicación―. Yo no pienso recoger esto, ¿eh? Que te quede
claro. ―Y siguió tragando como el cerdo que siempre había sido.
Me desperté antes que el
sol. Me levanté de la cama, aún en camisón y me dirigí hacia la puerta. Eché un último vistazo al que había sido mi hogar, observé la mesa con los restos en estado de descomposición, y entonces salí sin volver a mirar atrás. Caminé. Lejos. Como estaba acostumbrada a hacer. La bandera estaba roja.
Llevaba así una semana. No concebía un final mejor. Morir en libertad era algo
que no muchos tenían la oportunidad de realizar. Yo que siempre quise ser mar, me
convertiría en él. Me quité los zapatos, los abandoné sobre la arena, me
acerqué a la orilla y sentí el frío acogedor que me daba la bienvenida al final
de un bonito principio. Una memoria de destello me invadió: nuestro primer
beso. La primera lágrima me acarició la mejilla. Otro recuerdo: cuando
compramos la casa. Más lágrimas. Avancé hacia adentro. Otro: nuestra primera
pelea. Medio cuerpo cubierto. Otro: el primer insulto. El agua me llegaba al
pecho y las olas crecían. Otro: las relaciones forzadas. Era todo mar. Otro: el
fallecimiento de mi hijo. La marea no cesaba. Me ahogaba. Sonreí. Como dije al
principio, yo soy un alma libre.
Algunas personas afirmaron que yo no me había matado, sino que había muerto por suicidio. Pero no. Yo me maté. Yo lo decidí. Lo que pasa es que costaba asumir que prefería vivir en el mar que en la realidad. Otras dijeron que fue culpa de mi marido, que no me apoyó lo suficiente. Otras que estaba muy mal, que tendrían que haber estado más atentos. Pero no. La culpa no fue de nadie. Solo mía. Yo y nadie más que yo se ahogó en vida y decidió morir en consecuencia. Ahora soy feliz. Navego sin rumbo, libre, sin miedos, con el mar.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Como ya has hecho otras veces, es necesario escribir historias así. Una de las capacidades que tienen las artes es la de abrir los ojos de la gente.
ResponderEliminarMe sigue maravillando tu manera de describir, de comparar, sin parar el ritmo.
Consigues que empaticemos, queramos u odiemos a los personajes y eso es probablemente lo más complicado.
😘
¡Totalmente de acuerdo contigo, Antonio! Muchas gracias por tu comentario, querido. Te ❤️
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