Carta a los Reyes Magos/Hope

Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), en esta entrada vais a leer los dos relatos que compuse para el concurso de Navidad de la editorial Zenda. Y, aunque no hayan salido ganadores, me ha venido de gusto compartirlos con vosotros. Las bases del concurso eran las siguientes:

«Para poder participar en el concurso será necesario escribir en Internet un cuento, real o ficticio, ambientado en las navidades. Dicho relato debe ser publicado en el formulario habilitado para la participación en esta entrada.

Cada concursante podrá participar con dos cuentos como mucho, siempre que cumpla con los requisitos establecidos en estas bases.

Los cuentos deberán ser originales e inéditos, y no deberán vulnerar en ningún modo derechos de propiedad intelectual e industrial, protección de datos o de cualquier otra índole, de terceros.

La extensión mínima de los textos es de 100 caracteres. La máxima es de 1.000 palabras».

Escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, para vosotros, Claudia Tevar Crespillo.  

Posible título: Carta a los Reyes Magos 

Estimados Reyes Magos:

Este año he sido bueno, malo y regular; y me han pasado cosas buenas, malas y regulares.

Me comporté con moralidad cuando Rafa, mi mejor amigo, me imploró que no revelara su secreto. Actué loablemente cuando el pedigüeño de la puerta del supermercado me mendigó «una limosnita pa’ comer, caballero». No le falté el respeto a mi jefe el día que me ladró como un animal delante del resto de mis compañeros. Siempre cedo el paso a los mayores, como con la boca cerrada, no alzo la voz, no pito, reciclo, no bebo, no fumo. Soy responsable, educado, amable. Trato a las personas con deferencia, hablo de usted, no discrimino, no miento. Incluso cuando una verdad a medias podría beneficiarme. Como cuando celebramos la despedida de soltero de Rafa y rompimos el cristal de una mesa de la habitación del hotel. Podríamos habernos ido sin decir nada y que nos devolvieran íntegra la fianza, pero no era ético. Yo no soy así.

No obstante, en enero puse una manzana de menos en la bolsa del super antes de pesarla, en febrero le di una calada a un porro, en marzo no le cedí el asiento a una embarazada, en abril no esperé a que el puchero se enfriara y sorbí sonoramente, en mayo robé un paraguas de un bazar ―era una emergencia―, en junio arrojé al suelo el ticket de la cuenta de un restaurante, en julio le pité a una moto que se me cruzó en una rotonda, en agosto no le di dinero al mendigo, en septiembre llegué tarde al trabajo, en octubre le dije a Rafa que la camisa que se había comprado le quedaba de escándalo ―y más bien era un escándalo― y en noviembre cogí un billete del suelo de veinte euros que no era mío.

Sin embargo, cuando llegan las navidades se me inunda el alma de benevolencia y lo malo me parece un poquito menos malo. Quizá sea gracias a vosotros, a vuestra magia. Quizá sean las luces que abarrotan las calles, que aplacan cualquier atisbo de maldad a base de destellos. Quizá sea el roscón, que a nadie le amarga un dulce. Quizá sea la música, la carraca, los tambores, los cascabeles que pulsan con una ilusión imposible de obviar. Quizá sean los infantes. Su dicha en esta época. Quién no quiere volver a ser un niño alguna vez en su vida y qué mejor que en navidad. Quizá sea el frío y el contraste de tomar un chocolate caliente, que hasta la grieta más profunda repara. Quizá sea el sonido del papel de regalo arrugándose o el de los pasos acelerados a la búsqueda de regalar una sonrisa que reposará bajo un árbol hasta ser descubierta.

Aun así, sintiéndome avergonzado, este año lo he terminado acometiendo actos nefandos en los cuales no me reconozco, pero que debo admitir: en diciembre, contra todo pronóstico, dejé de creer en la magia de la navidad. Ya sabéis que, a pesar de las canas y las patas de gallo que no me libran de aparentar los cuarenta, os escribo cada año sin falta. Es un ritual que despierta la alegría de mi niño interior. Pero he estado a punto de no hacerlo. Mi abuela enfermó gravemente de una enfermedad que empieza por c y acaba por r y me descubrí aciago, iracundo y descorazonado. Ese mes me convertí en la peor persona del mundo y quiero pediros perdón por todo el ruido que hice, por todas las palabras malsonantes que pronuncié y por todo el odio que propagué.

Este año la carta es diferente. No os pido nada material. Os escribo para agradeceros que mi abuela siga viva. Y para pediros que, cuando deje de estarlo, la amparéis vosotros y no san Pedro. Vuestro mundo es mucho más atractivo. No había día que mi abuela no vistiera sus orejas con zarcillos de oro que ahora le pongo y quito yo por la mañana y por la noche, respectivamente. No había día que mi abuela no encendiera un incienso, siempre por la tarde, para limpiar su casa, como ella decía: «de malas energías». Ahora lo compro yo y, puntual como un buen alemán, dadas las cinco, lo prendo. Y no había día en que no se preparara una infusión de mirra. Ahora la infusiono yo. Soplo la taza con cuidado y le doy de beber no sin antes cerciorarme de que está a la temperatura que le gusta. Mi abuela es mi reina. Mi Reina Maga favorita y espero que la aceptéis como tal porque, allá donde vaya, siempre será la estrella que guiará mi camino.

Un abrazo,

José Luis Benítez Gamo

Posible título: Hope

Érase una vez una niña que nació con la condición de la perfección. Una niña renacentista. Una niña de Dios a la que llamaron Hope. Celebraba la vida junto a Jesús cada 25 de diciembre. El mismo día en que su bisabuela falleció. Sin embargo, trajo consigo lo que su nombre prometía: alegría, paz, amor y esperanza.

Tenía la cara redondita como un círculo dibujado con compás, los ojos azules como los cristalinos de su bisabuela, capaces de abrigar el frío y mitigar el calor con sólo una mirada. La nariz chata como la de los monos capuchinos, las orejas pequeñitas, los labios perfilados y la mandíbula auguradora de una dentadura simétrica y resplandeciente. Pero lo que más le caracterizaba era su perenne sonrisa, que iluminaba todo cuanto le rodeaba. Una sonrisa que no dejaba indiferente al que la presenciaba. Pronunció sus primeras palabras a la temprana edad de diez meses. Dio sus primeros pasos al año y medio. Aprendió a leer a los tres años y a escribir a los cuatro.

El día que cumplió los quince, le sucedió algo inaudito. Estaba sentada a la mesa con el resto de su familia y se le apareció el espectro de una señora que sólo había visto en fotos. Mientras que aquella mujer la miraba con una expresión familiar y cariñosa, Hope esperaba que alguien se pronunciara al respecto, pero parecía que sólo ella la veía. La mujer la acompañó durante todo el almuerzo. Por su parte, Hope hacía como si nada y se comía la sopa de picadillo sin levantar la vista del plato. Esa misma tarde, incapaz de sacudirse la sensación de que algo extraño ocurría, se refugió en su cuarto. A solas, en intimidad, se atrevió a dirigirse a aquella figura que la había seguido hasta la habitación.

―Hola… ―pronunció con la voz trémula―. ¿Quién eres?

―Hola, cariño. Soy tu bisabuela ―contestó con un tono meloso.

―¿Bisa? Cuando te he visto he pensado que serías tú, pero no estaba segura. ¿Qué haces aquí? Sé que… no estás viva.

―He venido a pasar tu cumpleaños contigo.

―¿Y por qué sólo puedo verte yo?

―No lo sé, mi amor.

―Esto es muy raro, bisa… Pero me alegra que hayas venido. Tenía ganas de conocerte.

―Te he traído un regalo. Túmbate que te voy a contar un cuento.

―¿Un cuento?

―Sí, uno que nunca pude contarte.

―Vale. ―Hope se tumbó en la cama en posición fetal y la voz de su bisabuela inundó la habitación:

―Érase las navidades del año 2000. No había calle que no estuviera iluminada, hacía frío, de ese que te cala los huesos, se vendía chocolate caliente por doquier, resonaban carracas y tambores, se montaban belenes, se proyectaban anuncios de colonias y de juguetes, se compraba papel de regalo, se organizaban cenas de empresas, se escribían cartas a los Reyes Magos, las alacenas se llenaban de mantecados, polvorones, turrones y mazapanes y, entre rictus de felicidad y las premisas de la Navidad, nació el 25 de diciembre un bebé con un superpoder: Hope Remedios Crespillo López.

»Era una niña mágica. En cuanto su madre dio a luz, lo supo. Fue un parto natural, sin desgarros, ni siquiera sangrados. Salió limpia y brillante como una escultura tallada en mármol blanco. Al cogerla en brazos y amamantarla, su madre sintió como si, a través del contacto con su piel, rejuveneciera, se llenara de energía y le quitaran diez años de encima.

»Ese mismo día, su bisabuela falleció. Bisnieta y bisabuela no alcanzaron a conocerse. Sin embargo, la madre decidió, en un estado de absoluta negación del fallecimiento, acercar la dermis recién avenida, fresca y tersa, a la añeja. Tal y como era de esperar, no se originó cambio alguno ―al menos no en apariencia―. De esta manera, hija y madre regresaron a casa sin saber que la pequeña había establecido un vínculo con su bisabuela que traspasaría las fronteras de lo terrenal. Creció con un don especial: su sola presencia sanaba cualquier atisbo de dolor. En aquel momento, su alma se fusionó con la de su bisabuela; y aquella niña vino al mundo para reparar las grietas de los corazones, con su bisa a las espaldas.

―Bisa, qué historia tan bonita… pero ¿qué me quieres decir? ¿Es eso verdad? ¿Puedo curar a los demás?

―En efecto, cariño. ¿No te has dado cuenta? Estoy segura de que has debido notarlo.

Hope se quedó pensativa recordando momentos en que parecía que los problemas ajenos desaparecían.

―¿Por eso mamá no envejece? ¿Por eso nadie a mi alrededor enferma? ―le preguntó―. Como cuando el tío Pedro se hizo un esguince y al visitarle se recuperó… ―susurró.

―Exacto, cariño. Eres el mejor regalo de Navidad y, pase lo que pase, yo estaré siempre contigo.

―¿Bisa? ―preguntó al aire. Su bisabuela había desaparecido.

―Hope, ¿puedo pasar? ―le preguntó su madre al otro lado de la puerta.

―Sí, entra.

―¿Estás bien? ¿Qué haces aquí? Es tu cumpleaños, mi amor.

―Sí, mamá. Perdona. Sólo había venido a escribir un cuento. No quería dejar escapar la inspiración.

―¡Ay, mi niña! ―le dijo besuqueándole los mofletes―. ¡Lo que te gusta escribir! Cuando acabes vente al salón, que hoy es tu día.

Hope lanzó un beso al cielo, volvió con su familia, y entonces, rebosantes de salud, ensancharon la boca cantando al unísono: «Veinticinco de diciembre fum, fum, fum…».

¿Qué os han parecido? ¿Qué títulos les pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!

Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️ 


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Comentarios

  1. No se por qué no había leído esto antes. Creo que me lo saltaría siendo las fechas que eran. Los dos relatos son muy tú y yo se por qué. Espero que te ayudaran. Un beso

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