Demasiado triste para la victoria

Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), este relato ha nacido de una manera híper aleatoria. Estaba escuchando una canción de Deathcore que me estaba encantando y sentí la necesidad de entender lo que decía, ya que me era complicado por esas voces del inframundo. Su título, Sow sorrow for victory, a bote pronto, pensé que significaba «Demasiado triste para la victoria». Después me di cuenta de que me había equivocado y que era algo así como «Sembrar la tristeza para la victoria». Sin embargo, mi primera traducción me pareció un pedazo de título con el que podría construir un relato y he aquí el resultado.

Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, 

Claudia Tevar Crespillo

Posible título: Demasiado triste para la victoria

Jorge nació con cara de pena. Como un shar pei. Cuando su madre dio a luz se percató de inmediato que tenía la mala fortuna impresa en la cara. Eso la entristeció, su hijo sería un desgraciado toda su existencia. Su marido, al verle la desilusión instalada en el rostro, le preguntó qué le pasa. Se negó a contestarle la verdad. Le costaba pronunciar a viva voz que el hijo que habían concebido vendría al mundo a pasarlo mal. Sintió la tentación de acabar con él. En un descuido, una mala caída, una leche de fórmula caducada, pero no fue capaz.

El primer año ya mostró signos de su incapacidad para una vida normal. Apenas se movía, no intentaba gatear, ni mucho menos ponerse de pie. Lo llevaron al médico y este se limitó a informarles de que no era nada grave, que sólo iba un poco retrasado. Los padres, incrédulos, buscaron una segunda opinión que les vaticinó un futuro negro, con asistencia permanente e inyecciones implicadas. Tampoco les convenció. Buscaron una tercera opinión, una experta en psicomotricidad, que aprovechó la condición del niño para usarlo como conejillo de Indias. Era un caso anómalo, afirmaba. Pues tenía reflejos, su cuerpo, por dentro, reaccionaba. Las neuronas tenían actividad, pero no lo exteriorizaba. «Hay esperanza. Vuestro hijo caminará», les dijo mirándoles a los ojos sin pestañear.

Estaba en lo cierto. Caminó. Es más, ya corría, saltaba, se caía, se levantaba. Eso sí, tuvieron que pasar dos años hasta conseguirlo. Decidieron, debido a sus limitaciones, educarlo en casa hasta que fuera obligatorio apuntarlo a la escuela. Jorge, que fue como le bautizaron, si bien movía sus extremidades con soltura, aún no había pronunciado ni una mísera onomatopeya. De la psicomotriz, a la logopeda. Siempre mujeres, decidieron. Eras más empáticas, más pacientes. «Tenemos trabajo», anunció la profesional con unas ganas que se proyectaban a través de las lentes que le cubrían unos ojos color almendra garrapiñada de los que era imposible despegar la vista. Más allá del iris se podía intuir que estaba entregada a su trabajo, que el tiempo no le había arrebatado la vocación. Macarena era su nombre. Macarena era alegría, era la canción. Gracias a ella, Jorge lubricó sus cuerdas vocales y les dio faena. No callaba. Los padres respiraban, desahogados de tantas desgracias. Si bien, pronunciaba frases inconexas, sin sentido. Y lo más preocupante: su cara. Aciaga como la de un anciano resentido con que el mundo le da de lado. Pero a Jorge no le habían dado de lado. Nunca.

Empezó el colegio a los seis años. Sus padres intentaron enseñarle a leer, a escribir, el abecedario y algunos cálculos matemáticos simples. Sin embargo, como no articuló palabra hasta justo antes de escolarizarlo, todos los intentos quedaron frutados por una mirada perdida que solo el niño sabía lo que escondía. Jorge pensaba. Su cabeza no estaba hueca. Sin embargo, sus pensamientos eran lo único que no estaba dispuesto a compartir con nadie. «¿Qué piensas, cariño?», le preguntaba su madre cuando no le daba respuesta alguna. «Nada». Nada que era todo. Cada día que pasaba era más consciente de sus diferencias. Él mismo, al mirarse en el espejo, juzgaba su semblante. «Parezco un monstruo. Por eso no tengo amigos». En la escuela los profesores se esforzaron por integrarle, obligaban a sus compañeros a jugar con él en el recreo, se inventaban actividades en grupo, pero nada resultaba. Jorge era nulo en habilidades sociales. No le acosaron. No le pegaron. Tampoco le insultaron. Solo se cansaron de intentarlo y se dieron por vencidos.

Así transcurrió su infancia: sin una mísera persona a la que denominar «amiga». Sé que todo esto es demasiado triste, pero ya lo dije al principio, la pena le acompañaría cada segundo. Incluso cuando sonreía, parecía que iba a echarse a llorar. El día a día en casa era complejo. Sus padres no sabían cómo actuar a pesar de los consejos de María, la psicóloga que contrataron para terapia familiar. «Tened paciencia», decía. Pero los padres esa palabra la habían desgastado, borrado del diccionario. Demasiada tristeza como para tener esperanza. Jorge se pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su cuarto leyendo, dibujando y escribiendo. Entre letras y tinta se sentía seguro. Fue lo único que les otorgó un poco de luz: comprar libros, cuadernos y lápices.

El instituto fue un punto de inflexión. Aquí sí le acosaron. Sí le pegaron. Sí le insultaron. Tal fue las dimensiones del asunto que acabaron denunciando al centro por desatender un claro caso de bullying. Finalmente tuvieron que cambiarle de instituto, pero Jorge, en la cabeza, visualizaba cualquier edificio como un demonio de ojos rojos que le quemaban con solo mirarle. No quería ir al instituto. Odió a sus padres por obligarle a ello. Se enfadó con el mundo. Se enfadó con la vida. Ya tenía dieciséis años y pensaba que vivir era una desgracia. Un día, abatido, cansado de todo en general, se derrumbó y fue en busca de consuelo en su madre.

―Mamá, esto es una mierda. Solo me pasan cosas malas. ¿Va a ser esto siempre así?

Ella calló. ¿Cómo explicarle que sí? Que lo sabía desde que le cogió en brazos por primera vez.

A los dieciocho se independizó a un piso tutelado para personas con ciertos grados de discapacidad. Compartió piso con una chica en silla de ruedas y con un chico sordomudo. Buscó trabajo y le contrataron en un restaurante como office. Allí sucedieron una serie de catastróficas desdichas, sí, como la película. El primer día el lavavajillas se averió. Tuvo que limpiar los platos de cincuenta mesas y todo el menaje de cocina a mano. El segundo día se quemó con el mango de una sartén mal colocada en los fuegos. El tercer día se cortó el dedo índice al coger un cuchillo de la pila. El cuarto se resbaló a causa de un pequeño charco que él mismo había creado y se hizo un esguince. Estuvo una semana de baja en la que la caldera de la casa estalló, dejándoles cinco días sin agua caliente, hubo un incendio en el local del bajo del edificio y tuvo que salir de su habitación a la pata coja corriendo, su compañera le atropelló el pie lastimado y una noche que bebió de más se meó encima. Al incorporarse a su puesto, siete días después, se encontró con el finiquito y la carta de despido.

Como podrás intuir, la suerte no se posicionó de su lado y no empezaba en un trabajo cuando ya lo estaban echando. Sus padres le ayudaban económicamente. Era lo único que podían hacer. Jorge pensó que tenía echado un mal de ojo, así que acudió a una bruja del tarot para que le orientara. Esta, nada más verle cruzar el umbral de la puerta de su oficina le dijo: «Hijo, ya te puedes ir. Nadie te puede ayudar. Estás condenado». Y se fue. Anduvo por la calle ajeno a que arrastraba tras de sí una fila de almas lóbregas que no descansaban en paz. Que le dibujaban una sombra, más oscura que la del resto de la gente, que parecía que le arrastraban hacia atrás cada paso que avanzaba.

El momento en que Jorge dio la primera bocanada de aire, murieron, al mismo tiempo, treinta personas en un accidente de autobús, a una mujer le dio un infarto al corazón corriendo en una máquina de correr, a un hombre le atropellaron al cruzar porque el coche que lo arrolló se saltó un semáforo en rojo, dos hermanos fallecieron en una operación, un instituto echó a arder y fallecieron quince niños y hubieron más de cincuenta heridos. Ese día, ese aciago, infausto y fatídico día se adhirieron al alma de Jorge otras almas que no lograban descansar en paz porque tenían algo en común: a todos se les quedó algo por decir, algo por hacer, algo por vivir y él era la única esperanza que les quedaba de poder realizar lo que les quedó pendiente. Pero eran demasiados. Jorge no podía más. Sabía que no era normal ser tan desgraciado. Debía existir alguna explicación.

Todo aquel que veía el cuerpo de Jorge se asustaba. Parecía mucho más mayor de lo que era. Como si hubiera vivido cien vidas más y esta fuera la última. Dejó de buscar trabajo. En este aspecto se rindió. De vez en cuando llamaba a su madre y esta intentaba infundirle ánimos, sin éxito. «¿Por qué no vuelves a casa, cariño?», le preguntaba siempre que hablaban. Pero Jorge no volvería. Tenía la certeza de que lo mejor para el mundo es que no tuviera contacto con él. Una noche tuvo un sueño que le desveló, sudando como un turista en verano por el centro de Sevilla, con las pulsaciones como si hubiera estado compitiendo en una Ironman y con un color pajizo que indicaba que más bien había sido una pesadilla. Una en la que una masa de gente que no tenía cara, solo la forma, se acercaba a él, sin piedad, e intentaban acabar con él. Como si fuera una escena de una película zombi. En el silencio de la noche se sintió observado. Dudó. Le daba la sensación de que, en efecto, esas no-caras, estaban muy cerca de él.

Al día siguiente acudió de nuevo a la experta del tarot. No sabía por qué, pero tuvo la intuición de que debía ir. Cuando esta le vio entrar, no dijo nada. Se levantó, le ofreció el asiento y se quedaron uno frente al otro.

―Tienes un problema, hijo ―sentenció la bruja.

―¿Y usted me puede ayudar?

―Sólo hay una manera. Y la solución está en tus manos

―Dígame qué tengo que hacer, por favor. Estoy desesperado.

―Bien. Escucha: cargas a tus espaldas un montón de almas perturbadas, que se han ido de este mundo sin poder perdonar, sin poder reír, sin poder decir adiós. A muchos se les quedó pendiente decir te quiero, dar un beso, un abrazo. Otros fallecieron enfadados sin razón, otros se quedaron a mitad de camino de cumplir sus sueños y, por alguna razón que tiene que ver con el destino porque, hijo, otra cosa no pero el que manda es él, tú eres el encargado de liberarlas. Es decir, tienes que vivir. Tienes que dar los besos que aún nos has dado, los abrazos, las caricias. Tienes que dejar el rencor que sé que también sientes, sonreír, refugiarte en el amor, perdonar. Averigua qué quieres hacer con tu vida y vívela. Solo así ellos se irán tranquilos y a ti te desaparecerán las arrugar precoces, las ojeras, la expresión aciaga. Con tanta tristeza no vas a poder triunfar. Tienes que dejarla ir para que ellos marchen. Vive, hijo, vive.

No fue fácil. Jorge no había hecho lo que le había dicho la bruja jamás. ¿Vivir? En todo caso él se había dedicado a sobrevivir. Volvió a casa de sus padres. Lo primero que hizo fue darle un abrazo que originó las primeras de muchas lágrimas de felicidad que sucederían en los años siguientes. Ya no era un shar pei. Ahora Jorge era un border collie.

¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!

Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️ 


Todos los derechos reservados. La copia del texto para fines creativos/comerciales y/o concursos queda prohibida.

Comentarios

  1. Me ha gustado mucho!! Se me viene a la cabeza ‘Aprendiendo a vivir’…ya que al final parece que donde hay voluntad, hay esperanza :)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Andoni! Qué ilusión verte por aquí y qué emoción que te haya evocado tal reflexión. La verdad es que estoy de acuerdo contigo. Donde hay voluntad, hay esperanza y este relato es prueba de ello (: ¡Muchísimas gracias por tu comentario!

      Eliminar
  2. Yo para variar, leo cuando publicas y se me pasa más de la cuenta comentar.
    Recuerdo este relato porque me parecía hasta graciosa la historia por el gafe del pobre Jorge y tan bonito fue el desarrollo como importante el remate que le diera sentido.
    😘

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

¿Qué os ha parecido el relato? ¿Qué título se os ocurre a vosotros? ¡Dejadlo en los comentarios! ¡Os leo!

Entradas populares de este blog

Depresión

Su titi

Nostalgia anticipatoria

Vidas pasadas

Te veo en los sueños

En el silencio