El último giro

Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), en este relato una barra de madera es un elemento clave, pero no el único. La idea de lo que vais a leer ha surgido a raíz de la propuesta del profesor del taller de escritura narrativa al que acudo, Pablo Bujalance. Nos dijo que escribiéramos un relato en el que el protagonista se encontrara en una situación de la que quisiera salir y he aquí el resultado. 🙈

Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, 

Claudia Tevar Crespillo

Posible título: El último giro

Camina ladeada. Sin una dirección concreta. Con pasos cortos, a pesar de sus largas piernas de bailarina. Toda una sílfide que no está recta. Le duele la cadera, le duelen los recuerdos. Un lado más alto que el otro que la obliga a compensar la aflicción de lo que está dañado. Como si su vida se inclinara hacia el pasado. Una hernia en la L4 y mucho diazepam. No duerme. Cierra los ojos y a las seis horas los abre, pero no duerme. Tiene las ojeras tatuadas y la mirada alicaída, triste, hundida hacia dentro como si no quisiera que el mundo la viera. Los hombros echados hacia abajo, la mirada hacia el suelo, vestida de negro. Sin embargo, no pasa desapercibida; pues es imposible retirar la mirada de la desgracia. Por eso los accidentes y las disputas están repletas de curiosos.

Le duele la cadera desde hace más de dos años y lidia con el nervio ciático pinzado desde hace uno. Ha perdido la esperanza de recuperar su vida de antaño. Aquella en la que podía bailar sin dolor, en la que podía brincar, reír e incluso estornudar sin que su cuerpo le recordara que ya no es la misma. Jamás pensó que lograría vivir de bailar. Le costó incontables horas de ensayo hacerse un hueco en el mundillo hasta que lo consiguió. Abrió su propia academia de baile y, desde hacía seis años, se dedicaba a enseñar balé. Era la mejor profesora de todo el barrio, pues su lista de espera así lo avalaba. Hasta el día de la Caída. Hasta que una barra de madera le arrebató la libertad mientras giraba sobre sí misma ensimismada en la coreografía.

Ha pasado por incontables profesionales: fisios, osteópatas, médicos rehabilitadores… Todos han coincidido en lo mismo: paciencia. «Paciencia…», se repite cada día que despierta con punzadas insoportables en el glúteo y la sensación de estar pisando clavos. Ha probado de todo: tomar pastillas de cúrcuma, dejar el gluten, meditar… Incluso acudió a un vendehúmos que aseguraba curar el dolor a través de la frecuencia lunar. Llegó a la conclusión de que no tenía nada que perder porque ya lo había perdido todo.

El recuerdo la asalta sin permiso. Un viernes cualquiera, después de clase. Meses antes de que no pudiera volver a mirar de frente a la que en su día fue su segunda casa, su escapatoria a cualquier problema, al espejo, a las barras, a los altavoces, a su sueño hecho añicos. La música sonando solo para ella, las paredes de la academia respirando el eco de sus últimos pasos. Ni un solo fallo. Perfecta. Viva. Con mariposas en el estómago y la ilusión iluminándole la cara. Le lloran los ojos, ahora negros, sin iris, sin vida; le llora el corazón. Le gustaría poder volver atrás. «Es mi culpa», piensa. «Tendría que haberme cuidado más». Y no puede perdonárselo. Hizo caso omiso al reposo que le indicaron, y empeoró de tal manera que tuvo que echar la persiana de la academia indefinidamente. Desde entonces sobrevive con unos ahorros que cada vez son menores, que como no se ponga a trabajar, le va a tocar mendigar. Pero tampoco puede trabajar. Le duele la cadera.

Cuando no anda está en su cama, con una manta eléctrica y una máquina que le da pequeñas descargas para destensar la zona lumbar. Ahora está tumbada, a escasos metros del tutú que hace años descansa en el armario. La rodea el caos, la dejadez. Montañas de ropa encima de una silla con las patas torcidas, remolinos de pelos y pelusas y pañuelos como cartones de lágrimas secas que un día consolaron. Dirige la mirada hacia el techo y habla con Dios telepáticamente:

«¿Por qué señor, por qué? Sé que tendría que haber hecho reposo, pero ya es suficiente el castigo, ¿no? Mándame una señal. Algo. Dime qué tengo que hacer. Estoy desesperada. Necesito ayuda y no sé a quién acudir. Esto no es vida. No puedo seguir así. Empastillada, sin poder dar ni un solo giro. Por favor, necesito volver a bailar». Pero Dios no le contesta y ella tampoco es creyente, así que se abandona a su suerte.

Cierra los ojos y a las seis horas los abre. Sigue torcida. Parece una media luna. Menguando. Cada día más. No se ha tomado las pastillas de cúrcuma, ha guardado la manta y hace seis días que no se ducha. El pelo grasiento, las ojeras prolongadas hasta los dedos de los pies, las uñas como gavilanes. Se da por vencida. Se dice que no puede seguir así, que va a acabar con la situación de una vez por todas, y entonces toma una decisión irreversible que le devuelve su libertad. Se levanta de la cama como si no estuviera lesionada. Abre la puerta del armario. Se enfunda en el tutú. Se mira al espejo. Sonríe. Sale a la calle. Plié. Cruza. Relevé. El semáforo en rojo. Fouetté. Fin de la coreografía.

¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!

Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️ 


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Comentarios

  1. Señorita, es de lo más redondo que te he leído aquí y mira que ya es difícil decir eso. Qué buena literatura haces, de verdad.
    😘

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