Pole dance en el metro
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), este relato tiene a Madrid como uno de sus elementos clave. Sin embargo, esta entrada carece de introducción o cualquier otro tipo de aclaración. Leedla y ya me contáis qué tal.
Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño,
Claudia Tevar Crespillo
Posible título: Pole dance en el metro
Hablar de Madrid es perder
el tiempo. Sin embargo, sí que hablaré de Madrid. De sus edificios, del metro y
del hombre que me hizo ir allí, ya que de no haber sido por él, no habría
pisado la tierra en la que las personas son más ratas que humanos y el color
que predomina es el gris que, casualmente coincide con el del acero y el aluminio,
materiales de los que están hechos las pistolas. Quizá Madrid sea eso: un
suicidio colectivo en el que todos a una deciden quitarse la vida a base de
perder la humanidad.
Sin embargo, no me sumergiré
en lo aciago de una vida madrileña, sino en todo lo contrario. En la luz cuando
todo parece muerto. En la sonrisa cuando todos parecen a punto de estallar en
cólera. En la mirada cuando todos parecen huecos, inmersos en pantallas. En la
risa cuando todos parecen haber olvidado cómo curvar los labios. En el abrazo
cuando todos parecen ajenos al afecto. En el hombre que me hizo ir allí.
Llegué antes de tiempo, así
que me tocó aguardar su llegada en una calle larga y nubosa al lado de la boca
del metro cuyo nombre no aportaré para no dar más datos de la cuenta. Subió por
las escaleras y le vi asomar la cabeza, buscándome. Como un topito. A mi
encuentro se le iluminó la cara. Como a un Gusiluz. Lo recuerdo a la
perfección. Parecía mentira, pero después de tanto tiempo intentando
encontrarnos, lo conseguimos. Era real. Tanto como lo era la ilusión que
reflejaron sus ojos. Estaba dichoso. La ciudad, ahora más bonita.
Nos sentamos a comer y me contó
pisando sus propias palabras los planes que le apetecía hacer conmigo. Que si
esto que si lo otro... (y dejo que seas tú el que invente qué es esto y qué es
lo otro). Se excusaba diciendo que no había planeado nada concreto para no
parecer ansioso, pero él mismo se contradecía. La comida, deliciosa. Si algo
tenía Madrid eran oportunidades. Tanto gastronómicas como culturales. Solo por
eso y por él se salvaba. Degustamos una lasaña de calabaza inolvidable en el
sentido estricto de la palabra. Ese plato era de esos que se te quedaban
grabados a fuego en el paladar y en la memoria. No obstante, como no voy a
decir el sitio, que sea el destino el que te lo ponga, o no, en tu camino.
Después anduvimos por unas
calles que si bien para mí eran indiferentes, para él, apasionado de las
estructuras y de los cimientos, suponían un espectáculo visual digno de ser
admirado. Así me lo hacía saber: «Mira este. ¡Y este otro! ¿No te parece increíble
el Metrópolis?» De no haber sido por él no habría sido capaz de apreciar que,
en efecto, algo de asombroso tenían. Aunque me seguía faltando el verde, un
paisaje montañoso, una simple flor me bastaba ―al final la encontré. Pequeñita.
Aguardándome. En un lugar que no mencionaré―, pero para eso había que alejarse
y mucho del núcleo de la ciudad. Mientras caminábamos le cogí del brazo. Estaba
cansada y necesitaba algo de apoyo, aunque lo que realmente escondía ese gesto
era que había anhelado sentirle cerca.
Al paso, juntos, como si
fuéramos una pareja que se tiene mucho mucho cariño, entramos a una antigua
librería que vendía ejemplares con hojas amarillentas que olían a madera
gastada. Mientras observaba aquellas reliquias, él me hacía fotos. Era una
costumbre que tenía. Creo que lo hacía porque nunca sabía si esa sería la
última vez que me vería. Por si acaso. Porque me quería. Yo le dejaba. Total;
era imparable. Cuando quería algo, iba a por ello sin descanso. Era una de sus
virtudes. Yo le llamaba «embajador» y que «mi cuerpo es tu embajada», añadía.
Su compañía embellecía el
entorno. Digamos que nos sumíamos en nuestra propia burbuja. Con nuestras propias
normas y lenguajes. Una mirada con la ceja levantada era nuestra forma de
decirnos «¿Has visto al loco ese?», con las cejas neutras y las pupilas dilatadas
«Te comía entera aquí mismo», con el gesto irónico «Estás tarumba, pero me
encantas». Nuestro reglamento se basaba en ser ajenos a lo que se esperaría de
nosotros. Lo normal, dada nuestra relación, habría sido
dejarlo hacía mucho tiempo atrás, pero seguíamos juntos. Lo establecido
como lógico por la sociedad afirmaba que una conexión no se podía sustentar en
tres encuentros, mas ¿acaso la lógica era capaz de entender los entresijos del
amor? Lo de alrededor, Madrid entera, aunque para los turistas fuera
memorable, en este caso, para mí, resultaba anodino porque ya estaba con quién
quería estar. Como si nos recluíamos en la casa. Total; yo quería que me
recluyera. Al anochecer desanduvimos los pasos y pusimos los pies en el mundo
subterráneo. Dentro del monstruo alargado y contumaz, implacable en el cierre
de sus puertas y firme en su apertura selecta, nos agarramos a una de las
barras amarillas que auguraban la mala fortuna que suponía tener que aferrarte
a ella. Enlatados en cuerpos pude constatar las ligeras canas que le asomaban
en la barba aunque se negara a aceptarlas, la piel de lagarto intentando mudar
en las patillas y el color de sus ojos. Los había visto más de una vez. Pero
nunca con tanta profundidad. Le vi el alma. Aturullada de tanto movimiento, de
tan poco respiro, de tantos sentimientos. No solía expresar sus emociones,
pero no hacía falta. El cuerpo hablaba por él. Y de qué manera. Estaba
agobiado. Lo supe porque el mar que me solía admirar estaba revuelto. Anunciaba
tormenta. Las pupilas acapararon el iris y sólo había oscuridad.
Entonces el vagón se vació. Por un instante me dio la sensación de que solo estábamos él y yo. Se retiró de la barra que compartíamos y se alejó. En la distancia, constaté que respiraba. Aliviado. Volvía la calma. Volvía el azul. Y yo, que no sabía hacer otra cosa que reír y desear verle sonreír, le dije: «¿Te hago un baile de pole dance?». Le miré inquiriendo si no le importaba que diera rienda suelta a mi locura, me agarré a la barra con una sola mano dejándome caer hacia atrás y subí la pierna derecha. Sé que parecía un esperpento, pero él estaba riendo. Me recoloqué y, cuando pensaba que ya había terminado, arrastré una pierna hacia él como si fuera una serpiente, la que pululaba entre Adán y Eva. La del pecado. Volvió a reír. Así éramos: yo tan «te bailo pole dance en el metro» y él tan «haz lo que quieras, pero no se te ocurra hacerlo en serio… Bueno, qué más da». Me dejaba ser y yo le dejaba ser a él. Por eso la distancia no pudo con nosotros. Porque nuestro vínculo aguantaría los kilómetros, el tiempo y Madrid. El hombre que me hizo ir allí ahora es dueño de un palito, una raya más bien, de color… marrón. Como las líneas temporales que marcaban los grandes acontecimientos en los libros de Historia. Donde ahora también estaba él. En mi propio libro, en mi vida, para siempre.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Ya hablamos por privado de esto pero no puedo dejar de resaltar nunca tu capacidad para los detalles cotidianos, siempre flipo.
ResponderEliminarUna pregunta. ¿Qué es eso del palito de color marrón? No lo entendí.
😘
Quiero recordar que los libros de Historia de bachiller normalmente utilizaban el marrón para cuando salían líneas temporales y con palitos iban destacando los acontecimientos, me refería a algo así jajaja
EliminarAaaaah cómo hila la tía
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