De vuelta
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), este relato ha surgido a raíz de la nueva propuesta de Pablo Bujalance (el profe del taller). Nos dijo que, a partir de una historia ya escrita, le diéramos protagonismo a un personaje secundario y fuera este el que relatara su versión de los hechos, convirtiéndose así en el protagonista. De esta manera, yo escogí Nada que decir de Silvia Hidalgo. En él aparece su hija en un segundo plano, así que le he dado la vuelta al relato desde un punto de vista interesante. Si queréis saber el argumento de la novela, os recomiendo que os la leáis porque es una lectura de calidad.
Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño,
Claudia Tevar Crespillo
Posible título: De vuelta
Mi madre siempre tiene la
cara iluminada, los ojos ensangrentados y la faz blanquecina. Ahora estoy
llorando, pero ni me escucha ni me oye. Está hipnotizada por algo que no
entiendo. Berreo desde el asiento trasero del coche. Más fuerte. Pero ella parece
estar esperando. Esperando una respuesta por parte de un aparato que no siente.
Yo sí. En el trayecto a casa de mi padre he vomitado. Aún queda algo de ese
olor agrio, como a cebolla. Quizá por eso mi madre no me hace caso. Porque
repelo. Entonces aparece mi padre a lo lejos. Mamá vuelve a la Tierra, frena, se
apaga, constato sus patas de gallo, las olas en la frente, la mirada aliviada,
sabe que por fin me voy y que no tendrá que escucharme.
No ceso el llanto. Quiero
decirle que me haga caso, que la necesito. Pero ella se va, sin mirar atrás,
rauda, desesperada por lo que la pantalla tiene que decirle. En casa de papá
todo es tranquilo. Tenemos un pequeño jardín por el que me revuelvo feliz. Se
ha echado una nueva novia, más joven que mamá, con la sonrisa grabada en el
rostro, genuina, alegre, vivaz. Con mamá es diferente. Cuando estoy con ella
vivimos con la abuela. En la habitación que antes perteneció a su hermano. Nos
rodean posters indescifrables para mí cuyas figuras monstruosas por la noche me
aterran; y unos muebles anchos y grandes de madera. Y no hay jardín. Mamá y la
abuela no se soportan. Su relación es, aunque aparente, ausente. Cohabitan bajo
el mismo techo. Nada más. La abuela no puede perdonarle que se haya divorciado.
«Menudo fracaso», la oí decir. Piensan que no entiendo nada de lo que sueltan
por la boca, pero la realidad es que me entero de absolutamente todo.
Meses antes del divorcio y
de que yo naciera, empezó a actuar raro. Su cuerpo bombeaba sangre más rápido, estaba
alterada, el cortisol traspasaba la bolsa amniótica y me zarandeaba indicándome
que mi progenitora se encontraba en peligro. Yo le daba patadas. La avisaba de
que saliera de donde estuviera, en vano. Hasta que la placenta se desprendió. A
través del vientre oí unos pitidos mecánicos. Hacía frío, aunque la calma
sobrevino con él. Fueron un par de semanas de desconcierto que acabaron con la
vuelta a nuestro hogar, pero ella no volvió a ser la misma. Aquellos momentos
de nerviosismo sucedían de tanto en tanto y a mí me asfixiaban.
Estar con mamá era sinónimo
de estar con la abuela y ella no sabía querer. Bueno, lo hacía, pero a su
manera. Cuestionable, quizá. No era una mujer dada al cariño. Se pasaba el día
haciendo fuegos con una radio a pilas encendida y un cigarro en la boca que
parecía ser eterno. Cuando mamá se iba a trabajar, mi abuela solo acudía a mí
cuando creía que había pasado más tiempo de la cuenta. Daba igual si lloraba o
no, o si me había cagado o no, su medidor de atención era su nulo instinto de
protección. No quería que estuviéramos allí.
Mi percepción del tiempo es
distinta a la de los adultos. Para mí la vida pasa en un suspiro y apenas
recuerdo lo que ha sucedido. Pero en el fondo sé que todo lo que experimento se
queda grabado en algún lugar de mí. Por eso aprendí a identificar cuándo mamá
había estado en peligro y cuándo no. Nunca supe qué era lo que la hacía volver
a casa con la cara desencajada, con el móvil pegado a la mano y oliendo a
sudor, a restos de madera quemada, a prohibido. Cuando estaba en el Infierno no
me hacía ni caso. Siempre necesitaba unos días para desprenderse del Demonio.
Después, era mi madre. La que me quería, la que me atendía, la que me hacía
sentir que yo merecía amor. Sin embargo, cada vez que volvía de estar con papá,
me encontraba de nuevo con el Infierno.
Me gustaría poder decirle
que yo no decidí estar aquí. Que si quiere me puedo ir, aunque no sé cuánto
podré sobrevivir. No puedo vivir sin ella a pesar de que ella parece poder
hacerlo sin mí. Antes de salir por su cérvix ansiaba su contacto, la amaba,
como ella me amaba a mí, pero jamás pensé que la que un día no me quitaba las
manos de encima, ahora apenas me miraba dos segundos seguidos a los ojos. No se
lo cuento a papá porque me resulta imposible no protegerla. Él es feliz, «soy
muy feliz», afirmó en una de las entregas a mi madre. Yo no lo soy.
Hoy mamá ha aparecido en
casa con un perrito. Si esta es su manera de pedir perdón, la perdono. Al menos
tendré una compañía de verdad. Estar con él me entretiene. Corre deprisa e
intento alcanzarle. A expensas de que la abuela algún día nos propine a ambos
un buen zapatillazo. Mamá me ha dicho que ya mismo nos iremos de su casa, que
está buscando apartamento. Doy brincos de alegría. La abrazo fuerte. Me duelen
los mofletes de tanto sonreír. Hace tiempo que no mira tanto el teléfono. Ya no
huele a quemado, sino a crema de almendras, a la que se untaba para evitar las
estrías. Espero que esta sea la señal de que ha vuelto al Paraíso.
Ahora el móvil yace sobre la
mesa, inerte. Jugamos juntas y sus ojos han vuelto a encontrarse con los míos. Es
oficial: nos mudamos. Hace las maletas y nos montamos en el coche perrito, mamá
y yo. Al aparcar, un estridente tono de llamada nos sobrecoge a los tres. Mira
la pantalla, duda unos segundos, las pupilas empiezan a dilatarse, el teléfono
sigue sonando. La observo. «No lo cojas», pienso; y entonces cuelga. Entramos
al portal, nos montamos en el ascensor y llegamos a nuestro nuevo hogar. Es más
pequeño que la casa de papá, pero más acogedor que la de la abuela. El móvil
suena de nuevo.
―Cariño, dame un segundo, ¿vale? Mamá en seguida está de vuelta.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
Todos los derechos reservados. La copia del texto para fines creativos/comerciales y/o concursos queda prohibida.
Yo como siempre con retraso jeje. Me ha encantado este ejercicio que te mandaron porque a través de tu historia puedes despertar el interés por leer el libro del que tú has partido. Y con tu capacidad de hacerlo todo tan bien creeme que lo despiertas. El final me ha dejado superintrigado!!
ResponderEliminarTe como tu cara!! Muchas gracias por tu comentario, Antonio (: Aunque tengo que decirte que el final es de cosecha propia. El libro de Silvia acaba bien, pero Pablo me recomendó darle un giro. El resto sí forma parte de la historia real.
Eliminar