Matriz
Como
bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), este
relato ha surgido a raíz de la nueva propuesta del profesor del taller de
escritura narrativa al que acudo, Pablo Bujalance. Nos dijo que escribiéramos
un relato en el que el protagonista sufriera un cambio drástico en su cuerpo y
he aquí el resultado.
Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño,
Claudia Tevar Crespillo
Posible título: Matriz
Tengo las piernas empapadas en sangre invisible. No puedo ver el flujo escarlata recorriéndome las extremidades, pero lo siento. Siento el aviso del dolor, de la destrucción, de la muerte. Acabo de abrir los ojos. Son las tres de la mañana y la oscuridad de unas persianas bajadas por completo me indica que me he vuelto a desvelar y que, seguramente, no volveré a pegar ojo. Dentro de mi cuerpo resuena un solo de batería con un ritmo frenético, excitado. Mientras yo solo estoy tumbada. Desangrándome. Estoy acostumbrada a que la pesadilla me despierte, me azote, me enerve, pero esta noche es diferente. Esta noche una parte de mí ha decidido desaparecer y la entiendo.
Sucedió
hace tres meses. Había quedado con el chico del que estaba enamorada. Nos
conocimos por casualidad en una librería. Como en las películas. Nos miramos
entre libros y autores y sucumbimos al amor, a la atracción magnética de los
cuerpos. Fui yo la que me acerqué. Tenía entre las manos Un amor de
Buzzati, uno de mis libros favoritos, y le dije que era una buena elección.
Recuerdo que me miró sorprendido, pero al segundo destensó el entrecejo y curvó
los labios. Entonces entablamos una conversación que se prolongó por horas. El
resto fue coser y cantar. Pero ni él cosía ni yo cantaba, así que, en realidad,
lo que vivimos fue completamente irracional. Nos ennoviamos sin apenas
conocernos. Éramos la envidia y el anhelo de muchos, también el escepticismo y
la ceniza de otros tantos. Aunque la relación no fuera perfecta, la tormenta
química hacía que pasara por alto sus defectos. Desde que nuestros caminos se
encontraron, no nos separamos apenas unas horas. Tal vez fue demasiada
intensidad para tan poco tiempo, pero todo parecía ir bien. Incluso cuando afirmaba
que era suya y de nadie más.
Aquella
noche quedamos para cenar en su casa. Cuando terminamos, nos tumbamos en el
sofá. Acurrucados como cochinillas, hechos bolitas entrelazados el uno con el
otro, fundimos nuestros labios. Aquel día no había parado. Me lo pasé de arriba
para abajo con recados y trabajo. Estaba agotada y solo me apetecía estar
tranquila, sin trotes. Me metió mano.
―Javi,
hoy no tengo ganas… Estoy cansada amor ―le expresé con dulzura.
―Solo
un poco, nena. Estás tan buena… ―sentenció plantándome un beso en los labios que
no tuve tiempo de rechazar. Enrollamos las lenguas en un laberinto imposible y
volvió a acercar la mano hacia mi entrepierna. Con mi mano derecha aparté la
suya delicadamente:
―Cariño,
te he dicho que no… ―le repetí.
―Perdón,
perdón.
El
arrepentimiento duró lo que tardaba una manecilla en avanzar. Me colonizó la
boca y se me echó encima dejando caer todo su peso. Me agarró del pelo
obligándome a echar la cabeza hacia atrás, di un grito ahogado y cuando estaba
a punto de decirle que se quitara de encima me tapó la boca con la mano y me
susurró al oído: «Solo un poquito, ¿vale?». Forcejeé inútilmente. Con la mano
libre me bajó las bragas y me introdujo las garras desgarrándome cada tejido,
músculo, órgano, hueso que algún día le amó. Aquella fiera se coló en mi
interior como si no hubiera comido en años, como si estuviera en peligro y yo
fuera su enemiga. Fue rápido, apenas unos minutos que se convirtieron en meses
de malos sueños. Al acabar con mi sexo jadeó extasiado.
―No
podía más, nena. ¡Uf! Eres irresistible. Ha estado bien, ¿verdad? ―me dijo
haciéndose un hueco en mi pecho.
Mi
afonía no fue de ayuda, pues si no contestaba, si no decía nada, es que había
estado bien, ¿no? Me quedé paralizada. Los tejidos, los músculos, los órganos,
los huesos se estaban quebrando. Y, frente a la destrucción, la inmovilización fue
mi mejor aliada. Así no constataba que, en efecto, ya no sería la misma. Después
desaparecí de su vida. Hui a donde no me encontrara y me martiricé, me
autoinculpé. La cabeza me avasallaba con un millón de «tendrías» que no «tendría»
porque no fue mi culpa.
Aún
albergo las pesadillas. Supongo que llegará el día en que se desvanecerán. Sin
embargo, no lo han hecho y esta noche una parte de mi cuerpo ha decidido
desaparecer y la entiendo. Al notar las gotas de lo que ha sido ultrajado he
mirado hacia abajo y me he encontrado sin sexo; sin matriz. Ni siquiera me he
sorprendido. Yo misma he deseado no existir. El sangrado ha cesado. Los
destellos de luz que se cuelan a través de los agujeritos de la persiana me indican
que está amaneciendo. No tengo vulva. Solo un trozo de carne sin rugosidades ni
pliegues. Es una llanura yerma, infértil, extinta. Salgo de la cama, voy al
baño, me siento a la taza del váter y me acompaña el silencio de no miccionar. Me
levanto, sin éxito, y entonces comprendo lo que será mi vida a partir de ese
momento. Quizá esta sea la solución: que las mujeres no tengamos vida.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Me encanta lo que escribes, lástima la mala persona que hay detrás
ResponderEliminar¡Muchas gracias por valorar lo que escribo! ☺️☺️
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