¡Pum!

Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), este relato ha surgido a raíz de la propuesta de Pablo Bujalance (el profe del taller). Nos dijo que escribiéramos un relato en el que el personaje estuviera aislado de la sociedad (por el motivo que fuese), pero que tenía que pasarle algo. Es decir, desde la premisa del aislamiento crear una historia con planteamiento, nudo y desenlace. Aunque ha sido complejo, he aquí el resultado.

Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, 

Claudia Tevar Crespillo


Posible título: ¡Pum!

Mientras acabo con un bocadillo embadurnado en aceite y miel, le doy un trago a una taza de Colacao. Degluto una masa de harina y leche que sabe a azúcar y doy el último sorbo. Slurp. ¡Ahhhh! Me levanto arrastrando la silla hacia atrás, haciendo todo el ruido posible para ensordecer mi soledad. Cojo el plato y la taza. Me dirijo hacia la cocina, los suelto en la pila. ¡Crack! El plato se ha partido. Por la mitad. Dejando dos piezas que encajan a la perfección, pero que no podrán volver a unirse. Las tiro a la basura y no vuelvo a pensar en ellas. Ya he hecho todo lo que tenía que hacer hoy. Un día más. Un día menos. ¿Menos para qué? ¿Más para qué?

Las piezas están desamparadas dentro de un recipiente que huele raro. Sí, raro. Un cubo de basura es el paso intermedio hacia la muerte. Si le pones una bolsa perfumada camufla su finitud, pero no deja de ser una distracción de su implacable obrar. Mi vida podría ser perfectamente un cubo. De mierda. Esta casa también podría serlo. Un cubo, digo. Aunque una mierda también. Me tumbo al sofá. No aguanto ni dos minutos echado encima de mí, soportando todo mi peso sobre la espalda. Me levanto. Vuelvo a la cocina. De uno de los armaritos saco una copa de balón. Abro la puerta del congelador, vierto un par de hielos y chocan entre sí como si quisieran hacerse cosquillas. Hoy ginebra. La lleno más de la mitad. ¡Ahhhh! Sabe a colonia. Barata. La mezclo con tónica. ¡Ahhhh! Sabe a alivio.

Me quedo de pie sujetando la copa, o ella me sujeta a mí. No lo sé. Y trago. Me apoyo en la encimera. Observo la pila. La taza con la marca de los polvos marrones alrededor de la circunferencia, el sumidero, el grifo. En la nevera ya no me queda ningún imán. Me deshice de ellos hace tiempo. Tener que ver todos los días los recuerdos de lo que ya no vive conmigo me mataba por dentro. ¿Qué sentido tenía rememorar que una vez, en otra vida quizá, fui feliz en Roma?

Desde que se fue no he vuelto a ir. Ni iré. Relleno la copa. Recorro la casa que un día fue hogar. Descolgué todos los marcos de los pasillos en los que unas fotografías retrataban algo con lo que dejé de identificarme. Se suponía que iba a ser alguien; alguien importante. Un gran doctor y director de facultad. En la universidad era la promesa de mi promoción. Matrícula de honor en todos los cursos y en todas las asignaturas de Filología Hispánica. Pero las expectativas pudieron conmigo y hui, lejos. Me mudé a una casa en el campo, alejado de la sociedad. Aquí fue donde la conocí. Se acababa de instalar en la única vivienda que colindaba. Fue instantáneo. Una flecha nos atravesó a los dos y desde entonces no nos separamos. Hasta que desapareció de manera repentina. Eso sucedió hace tres años. Tres años sin ella son demasiado.

Relleno el alcohol. Un sorbo. ¡Ahhhh! Tres años. Era preciosa. Ojalá poder borrarla de la memoria a ella también. Levanto los pies del suelo por inercia y doy un pequeño salto hacia atrás. La fuerza de las manos me ha flaqueado y se me ha escurrido la copa. Junto al sonido ensordecedor del cristal impactando contra el suelo, suelto un grito ahogado. ¡¿Qué?! ¡No puede ser! ¿Cómo es posible…? Me quedo contemplando la ventana que da hacia el bosque. Me ha parecido ver a alguien. Pero es imposible. Menudo estropicio… La copa se ha hecho añicos. El suelo está borracho. Me da igual. Con cuidado esquivos los trocitos punzantes y salgo. Los árboles me dan vueltas. El cielo se mece. Los pájaros vuelan y pían estridentes como si anunciaran tormenta. Me quedo de pie esperando volver a ver la figura, sin éxito. Regreso adentro. Debo estar perdiendo la cabeza. Hace tres años también que no tengo teléfono. Tampoco internet. Solo me tengo a mí, y a duras penas.

Junto al plato yacen ahora mil cristales y los dos huelen a flor de cerezo. Al menos ellos sí tienen compañía. Aun a riesgo de acabar con la vajilla, me sirvo otra copa. Esta vez Vodka. Vigilo la ventana. Me habré confundido. Antes de que todo nuestro mundo se hiciera pedazos, pasábamos las tardes leyendo. A veces hacíamos de ello una competición. A ver quién leía el libro más rápido. Y luego lo comentábamos. He dejado de leer. No soy capaz de terminar un párrafo cuando ya me he desconcentrado. Vago todo el día, a todas horas.

¡Pum!

Me paralizo. No es la hora. Dirijo la vista hacia puerta. El pomo se menea hacia los lados. Me hago el sueco. Ahora ron. Nos casamos aquí en el bosque. Solo ella y yo. Los árboles guardan el secreto de cómo consumamos el matrimonio en plena naturaleza. Salvajes. Enamorados. Vivos. Nuestra relación era un sueño; de esos de los que no te gustaría despertar. Yo no necesitaba nada más. Aunque, a veces, me expresaba que anhelaba vivir en comunidad, actitudes tan cotidianas como ir a tomar un café. No la entendía. ¿Acaso no era suficiente con estar conmigo? Me daba miedo perderla. Hasta que esos miedos, se hicieron realidad No pudo soportar más nuestro estilo de vida:

―Me voy. No puedo seguir así. Te quiero, te lo juro. Pero necesito aire. Tanta libertad me asfixia.

―¡No! ¡No puedes dejarme!

―Cariño, tranquilízate. ¿Por qué no vienes conmigo?

―¡Que no! Nuestro lugar está aquí. ¡No puedes dejarme!

Me puse hecho una fiera. Como un jabalí encolerizado. La habitación se hacía más pequeña. O era ella la que empequeñecía. Como una presa. Yo vociferaba argumentos inconexos, mi aliento quemaba. Ella cada vez más pequeña. Yo más grande. Hasta que desapareció.

¡Pum!

Apuro el alcohol. Dejo la copa en la encimera. Un cristal que ha esquivado los pelos de la escoba me rasguña el dedo gordo del pie. Camino hacia la puerta impregnando el suelo de sangre. Pego la boca a la madera. Dejo un espacio de apenas un milímetro. Inhalo, y con la exhalación me limito a pronunciar una sola cosa: «No puedes dejarme».

¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!

Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️

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