Una muerte conveniente
Como
bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), este
relato carece de la típica foto de la que suelo acompañar los posts.
De hecho, en la misma línea, no os explicaré nada. Dejaré que juzguéis vosotros
mismos.
Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño,
Claudia Tevar Crespillo
Posible título: Una muerte conveniente
Mi peso plúmbeo y las lorzas
de la espalda sujetan las dos extensiones con las que nací. Las uñas como
gavilanes me ayudan a rascarme el nacimiento de mi condena y a sacarme moscos
de la nariz. Tengo más pelos en las fosas nasales que en la cabeza. Parezco uno
de los gemelos de Alicia en el País de las Maravillas, pero con un poco
más de estatura. Habito en una jaula de cuatro paredes sin barrotes. De hecho,
tiene una puerta que puedo abrir y cerrar cuando quiera. Para ser sincero, no
es una jaula, es mi casa, pero me gusta llamarla así. Tengo quince años en cada
pierna y el cerebro se me quedó en la pubertad. Como comida precocinada y las
pizzas cuatro quesos son mis mejores aliadas. Nunca hay menos de dos en el
congelador. Limpio lo justo. Por encima y sin retirar los muebles. El váter con
toallitas con olor a limón. Las sábanas las cambio cuando ha pasado tanto
tiempo que ni recuerdo cuándo fue la última vez. Ese es mi indicador: el
olvido.
Llevo una vida normal, tanto
que resulta aburrida, una mala película de sobremesa. Soy diseñador gráfico y
trabajo en un parque tecnológico de lunes a viernes de nueve a cinco. Pero no,
no vivo como un funcionario porque ni cobro lo mismo, ni chupo del bote. Mi
trabajo dejó de apasionarme al cabo de un año. Al realizar que me dedicaría el
resto de mi existencia a crear diseños para empresas que no me importaban una
mierda; y a las que yo tampoco les importaba. Sin embargo, a pesar de llegar al
encuentro con mi sofá hastiado y sin apetencia, me acomodé en la incomodidad y asumí
ese destino.
Mi rutina es sencilla: todas
las tardes, al cruzar el umbral de la puerta, me ducho, me visto con un chándal
holgado que jamás he usado para hacer deporte, y me siento. Una vez los cojines
se amoldan a los dos globos que tengo por nalgas, me sumerjo en el variopinto
mundo de internet. A veces ni siquiera sé lo que estoy viendo, pero el tiempo
pasa sin reparar en él y más pronto que tarde me encuentro cenando, que es lo
que más me gusta. Chateo con mis colegas, contesto mensajes directos de amigos
que tengo en Latinoamérica y veo cómo un tipo que no conozco de nada juega a un
videojuego desde su cuarto. Después de ingerir la pizza, la hamburguesa o las
alitas de pollo fritas, me voy a la cama y de nuevo ahí me mimetizo con un
ambiente que vive conmigo pero al cual no alcanzo a tocar.
El peor momento del día es el
primer movimiento que realizan mis ojos al abrirse. Hace años que no descanso
bien, me cuesta conciliar el sueño, me pesa el cuerpo horrores… A veces, cuando
me giro en la cama, siento el peso de algo que creía olvidado en la espalda.
Por las mañanas no tengo ganas de sacar ni un pie del edredón. Las ojeras son mi
maquillaje diario y hoy me he dado cuenta de que me ha salido un lunar en el
brazo. La gente es muy alarmista con los lunares… Quizá debería mirármelo o
quizá no. A veces me pregunto qué sería de mí si cambiara de trabajo. Antes de
que me hicieran fijo en la empresa, valoré sacarme un curso de fotografía, pero
me eché para atrás. Pensé que era absurdo dejar un puesto fijo por unas simples
fotos. Y no es que me arrepienta, que no se me malinterprete, sino que en
ocasiones me cuestiono los pasos que no doy.
Siento que hay algo superior a
mí que me mantiene en este estado perpetuo de inactividad. Mis amigos me han
dicho por activa y por pasiva que cambie de hábitos, que salga a andar, que
mejore mi alimentación, que medite… Cómo va a meditar un gordo. Al cabo de
cinco minutos me entra hambre. Mi estado de conciencia se eleva hasta percibir
el estómago, el regurgitar de las entrañas y como. Hasta que me duele el
estómago sin necesidad de elevar mi autopercepción. No creo que mi problema
esté en esas cosas que me dicen que cambie. En absoluto. La culpa es del lunar
que me ha salido, que me tiene preocupado.
No siempre he sido una bola de
sebo. Cuando vivía con mis padres, era el típico adolescente flacucho, con la
cara como una paella y ortodoncia en los dientes. Al pasar a la secundaria, los
malotes del instituto empezaron a burlarse de mí. Me llamaban de todo menos
bonito, y ahí empecé a cambiar. La grasa de la cara se trasladó al abdomen y
aún llevo aparato. Mi padre dejó de ver en mí una figura de la que estar
orgulloso y mi madre nos abandonó porque conoció al amor de su vida. Ahora vive
en Méjico, en Oaxaca concretamente, y una vez al año me cuenta lo feliz que es.
He sacado cita con el médico.
El lunar parece crecer por segundos. No quiero morir. Si mañana el doctor
Aparicio me dijera que me quedan dos meses de vida, presentaría una carta de
renuncia en la oficina sin dudarlo. Joder… ¿Acaso tengo que verme muerto para coger
las riendas de mi vida? Si cayera desfallecido en este mismo instante,
concluiría que he desaprovechado el tiempo. Sería una muerte conveniente. El
desenlace consecuente de una vida, en efecto, mal vivida, muerta. El doctor
Aparicio me ha dicho que no hay nada de lo que preocuparse y también me ha
aconsejado que adelgace «Tiene usted que bajar de peso. Haga dieta y salga a
caminar». Esto último me lo ha dicho de manera totalmente gratuita. Yo he acudido
por una mancha marrón; no para que me recuerde que no solo soy gordo, sino que
tengo esta maldita cosa en la espalda que no me sirve para nada. He salido de
la consulta indignado e intranquilo. Aparicio está a punto de jubilarse, lleva
unas gafas que le agrandan los ojos por tres, tampoco tiene pelo y fuma. Un
médico que fuma no es de fiar. Este lunar… Este lunar me tiene preocupado y
como. Si no lo tuviera, no comería tanto. Si no se hubieran metido conmigo en
el colegio, no me habría quitado los aparatos. Si mi padre me hubiera aceptado
como soy, tendría autoestima. Si mi madre no se hubiera mudado al otro lado del
océano, no sentiría que nadie me quiere.
El lunar sigue creciendo, sigo
sin descansar bien, me quedo dormido en las reuniones, chateo por el móvil,
engullo E951, E228 y E330 y me he comprado un chándal nuevo. El otro se me ha
quedado pequeño. Una vocecita a la que no hago caso me dice que no voy por buen
camino, que debería cambiar. Y me gustaría. Me gustaría dejar atrás los malos
recuerdos, dejar de comer con ansiedad… En definitiva, ser feliz como lo son
mis amigos a los que veo a través de la pantalla. Pero es que… Es que me han
hecho mucho daño. No es mi culpa… Y lo del lunar… Esto ya es la gota que colma
el vaso.
Me pican las paletillas. El picor me recuerda que a mi espalda tengo dos alas a las que nunca he dado vuelo. Me rasco tan fuerte que sangro. Tengo las uñas escarlata y las huellas dactilares empapadas. Parezco un cerdo en una matanza. Me meto en la bañera. Me tumbo a la cerámica y lo empaño todo de un color rojo grotesco. Como mi situación; grotesca. Una masacre autoinfligida. Pero no es mi culpa. Si tan solo no me hubiera picado la espalda, no me habría arrancado la dermis. El agua corre por el desagüe. Me envuelvo en una toalla XXL. Me miro al espejo de costado. La incomodidad ha desaparecido por completo. El lunar también. Mi cuerpo ha decidido reabsorber la libertad con la que nací porque ha asumido que, aun alado, de por vida viviré anclado.
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Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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