La lava quema
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), este relato está marcado por el infierno... Si queréis saber más solo tenéis que leer.
Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño,
Claudia Tevar Crespillo
Posible título: La lava quema
Navego en una barca cochambrosa que no conjuga la verdad. Estoy a resguardo sentada a sus tablas que están a punto de sucumbir a la destrucción. Las astillas me generan desconfianza, pero no tengo otra opción. Desde que me dedico a vagar por estos ríos de lava, mis manos han envejecido. Las uñas las tengo amarillentas y quebradas, las venas marcadas de un color verde sospechoso. Los antebrazos me piden clemencia. Parecen dos palillos de dientes. Pero aquí ni se come ni se bebe. Solo se aspiran los pecados y de ellos nos alimentamos.
El recuerdo de mi llegada hasta este lugar es impreciso. En el sitio en el que habitaba, había gente en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora, pero estaban a plena luz del día y en soledad. La mendicidad y la desnutrición no es solo una característica de los pecadores. Pero yo no formaba parte de su mundo. Yo vivía una vida lejos del desastre y la oscuridad.
Mi destino final comenzó a tejerse el día que me topé de frente con el ángel que me conduciría hasta el infierno. Sí. Ahora lo recuerdo. Al pasar por una cascada como si fuera fuego que sale de la boca de un dragón, me salpica la memoria de la culpa. Del motivo por el que estoy aquí. Me alejo remando hacia una zona más tranquila y me arrepiento en silencio. Tampoco hablamos. Aquí sólo se oyen gritos y alaridos.
Lo primero que se me viene a la cabeza es la sonrisa deslumbrante que me hipnotizó. Aquel día fui a tomarme un café. Había salido con antelación para una entrevista, así que maté el tiempo. Caminé, sin unos casos metidos hasta el tímpano, y me senté en una cafetería cercana a la oficina en la que me habían citado. Aguardé observando mi alrededor y a los pocos minutos apareció un camarero. Existen situaciones que solo se explican si hay una fuerza sobrenatural que las justifique. Así fue nuestro encuentro: sobrehumano. Nos miramos y ambos supimos que nos habíamos enamorado. Me pedí un solo doble sin apartar la mirada de sus facciones. Estaba siendo una descarada. Pero no lo podía evitar. Tenía las cejas frondosas y oscuras. La piel morena cubierta de motas de tinta esparcidas sin sentido ni orden. Era alto, más alto que yo calculé, cuerpo de gimnasio, pelo de anuncio de champú. Todo un modelo. Más allá de su espectacular físico, lo que captó mi atención fue su mirada. Me hizo el amor y me sacudió el cuerpo sin tocarme.
Al cabo de unos minutos se mostró ante mí de nuevo con el café en la bandeja. Me lo derramó entero. Me achicharró las tetas dejándome el pecho al rojo vivo. Me pidió perdón ochocientas veces. No había nada que perdonar. Ya estaba hecho. Gracias a ese café maldito nos dimos los teléfonos.
―Oye, si vas por la vida derramando cafés para ligar… Estará contento tu jefe ―le solté con gracia.
―Jajaja. ¡No mujer! De verdad que lo siento. Ha sido sin querer y ya que la había liado tanto he pensado ¿por qué no? Y así te compenso todo esto con una cena.
No me presenté a la entrevista. Ya no me daba tiempo a cambiarme de ropa, así que volví a casa. Me duché y esperé a que dieran las nueve para volver a verle. Se lo conté a mi mejor amiga por WhatsApp. Estaba ilusionada. Hacía tiempo que no estaba con nadie y él me había despertado el sistema nervioso al completo. Mi amiga me puso en preaviso para que fuera con cautela porque no le conocía de nada. De las dos, ella era la más racional, la más madre.
El reloj marcó las nueve menos diez y bajé al portal ansiando su llegada. Le mandé mi ubicación y me recogió en su coche. En un Seat León del 2000 con el techo cogido con chinchetas y un ambientador en forma de árbol que no camuflaba la capa de humo que había manchado la tela de los asientos de un tono cetrino. Me senté en el lado del copiloto. Nos dimos dos besos y fuimos hasta el McDonald’s más cercano. Entramos al restaurante y lejos de pedir en las pantallas de autoservicio, robó una de las bandejas que ya estaban listas para que las recogieran en la barra los clientes. Lo hizo con tanta naturalidad que deduje que no era la primera vez. Me quedé a cuadros. El corazón se me iba a salir por la boca y deseé escapar de allí. Pero no tenía cómo, así que me aguanté. Fui partícipe de aquello, le ayudé a coger todas las cosas y volvimos al coche para comer en un mirador. No dije nada hasta que apagó el motor. Él tampoco. Condujo sin retirar la vista de la carretera a ciento cincuenta kilómetros por hora.
Llegamos a un montículo. Estaba a punto de pronunciar la primera palabra cuando reparé en que teníamos toda Barcelona a nuestros pies. Volví a quedarme muda. En realidad estaba excitada. Robar la comida, llegar hasta allí conduciendo a toda velocidad, confiando en un hombre que había conocido esa misma mañana y terminar en mitad de la nada con la Ciudad Condal claudicando ante nosotros me puso cachonda. Aún callados, sacó del maletero dos sillas de playa, las colocó sobre la tierra y me indicó que tomara asiento. Le hice caso. Sentada, como cuando le conocí, me parecía el hombre más atractivo del mundo. Le observé abrir las cajas de las hamburguesas y echar en la parte que quedaba vacía las patatas fritas. A mí me tocó un menú BigMac con patatas deluxe y a él un menú Cuarto de Libra con patatas normales. De beber Coca Cola para ambos. Me alcanzó mi parte y entonces abrí la boca para darle las gracias.
Comimos admirando las vistas de una ciudad que continuaba su ritmo frenético ajena a nuestra hazaña. Que nos lleváramos una bandeja que no era nuestra no había perturbado a absolutamente nadie. Dejamos los residuos en el suelo de manera provisional y nos miramos. Ninguno de los dos sabía qué decir; así que rompí el hielo preguntándole qué tal le había ido en el trabajo. Decidí hacerme la loca respecto a lo que acababa de pasar porque de saber la verdad tenía que renunciar a él y no quería.
Nos contamos la vida durante las horas en que Barcelona se fue de fiesta. Cuando agotamos los temas de conversación, me besó. Lento. Muy lento. Ejerció un abrazo de diez segundos a mis labios que me erizó hasta el vello más tímido. No había dado un beso tan bello jamás. En aquel momento me podría haber dicho que la Tierra era plana y le habría creído. Estaba tan encandilada que habría hecho cualquier cosa por que aquella noche no terminara. Entrelazamos las lenguas, nos tocamos, nos emborrachamos el uno del otro. Y, frente a la ciudad que me vio nacer, nacería de nuevo.
El recuerdo de nuestro primer beso me altera. Amarro la barca al muelle y camino sin dirección por los caminos de lava. Me encuentro con otras almas atormentadas, pero no nos miramos. Todos vamos con la cabeza gacha. Tenemos prohibido cualquier tipo de contacto. De repente el suelo tiembla y eso solo significa una cosa: llegan más almas. Cuando esto sucede tenemos que escondernos durante un tiempo indeterminado. Corro hacia la primera cueva que atisbo y me adentro en la oscuridad. Me siento pegando el cuerpo a la concavidad, flexiono las piernas y apoyo la cabeza sobre las rodillas. Bueno, sobre lo que un día fueron rodillas. Ahora son dos puntitos tan pequeños como un grano de arena. Cierro los ojos y sigo rememorando nuestra historia.
Después de aquella primera cita nos volvimos inseparables. Venía a por mí todos los días. Siembre a las nueve. Cuando no íbamos a sitios de comida rápida, acudíamos a restaurantes de los que salíamos corriendo haciendo un simpa. Las primeras veces me ponía tan nerviosa que era capaz de mearme encima. Más tarde se convirtió en rutina. Me contó que se había criado en la zona del Raval. Quería salir de la hostelería, convertirse en algo más que en un camarero sin la ESO, pero primero necesitaba dinero. Era un hombre algo chapado a la antigua y prefería asumir el riesgo de que nos denunciaran a que yo pagara. En cuanto a mí, yo que siempre he sido una chica tranquila, de buenas notas y trabajadora, esta aventura me estaba dando la vida. Tenía trabajo como contable en una oficina, la entrevista a la que no acudí en realidad solo era el mismo puesto, pero para una empresa distinta. Gracias a él, sentía que estaba viva. Ahora no me reconozco.
De no pagar en restaurantes pasamos a robar pequeños objetos en centros comerciales. Ni siquiera eran cosas de valor. Robar por robar. Hasta que un día me pillaron. Él me enseñó a quitar todo tipo de alarmas, pero no lo hice bien y, mientras salía por la puerta, los detectores empezaron a pitar. Me estaba esperando fuera con el coche en marcha, en vano porque me arrestaron. Pasé una noche en el calabozo. Al transcurrir las veinticuatro horas me recogió y descargué todo el miedo y toda la ira que había estado acumulando entre barrotes. Le dije que sería la última vez. Que era una mala influencia. Le dejé. Le exigí que me dejara en mi casa y que no volviera a contactar conmigo. Entre lágrimas me suplicó que tuviera clemencia, que cambiaría, que le diera una oportunidad.
Enganchada a él como una adicta, no me pude negar. Durante unos meses nos comportamos como una pareja normal y ahí nos dimos cuenta de que necesitábamos volver a las andadas. Esta vez me explicó que durante el tiempo de inactividad había estado trazando un plan junto con dos amigos para atracar una joyería a las afueras de Barcelona. En el momento en que pronunció aquellas tres sílabas que respondían a un crimen mayor, me pareció que su rostro se desfiguraba. Ya no era el mismo. No, no y mil veces no. Yo no participaría.
―Venga, nena. Tú te quedas en el coche. Va a ser rápido. Sacaremos el dinero suficiente para no trabajar en una larga temporada. Te necesitamos. ¿Acaso no me quieres?
Con el motor en marcha me temblaban las manos. Por un momento creí haber olvidado cómo conducir. Miraba para todos los lados. Tenía el estómago cerrado, los ojos abiertos de par en par. «Nos van a pillar. Nos van a pillar», pensaba sin cesar. El atraco no debía extenderse más allá de los quince minutos. Salieron al minuto catorce. Estaba con la cara blanca, desencajada, me iba a dar algo. Tenía que reaccionar rápido. Se metieron de un salto dentro del coche, metí primera y se me caló. Volví a arrancar. Se me volvió a calar. A la tercera conseguí que el coche anduviera, aceleré lo más rápido que pude y conduje sin rumbo, como una loca. Oía a los chicos gritar que frenara, pero estaba fuera de mí. De un momento a otro escuché un gran golpe y desde entonces estoy aquí.
Desde aquella primera vez en el McDonald’s supe que el amor que sentía acabaría conmigo. Estar con él ha sido una suerte de suicidio; y ahora estoy escondida en una cueva. En un mundo hecho de dolor. De oscuridad. De error. La lava quema, los gritos desgarran, el tiempo está detenido. Me gustaría poder volver al pasado. Deshacer mis pasos y no haberme sentado en la cafetería. De verdad que no. Estoy arrepentida.
El suelo tiembla de nuevo. Con más fuerza de la habitual. Salgo de la cueva y no puedo creer lo que veo. Todo se está derrumbando. El río de lava es ahora una gran ola que viene a por mí. Las montañas se están desmoronando. Ya no hay caminos, solo fuego. Corro todo lo rápido que mi raquítico cuerpo puede, sin mirar atrás. Corro y corro con los ojos cerrados, el corazón se me acelera, parece que está a punto de estallar. Solo escucho su latir inundando todo el espacio y entonces suelto una bocanada de aire y los abro:
Estoy en un hospital.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Entra en mi top 3 de tus relatos. La idea de principio a fin, la estructura llevándonos de la imaginativo a lo realista y viceversa y como siempre tu alto estilo. Por si no se me ha entendido, me encantó todo.
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¡Ay! Muchas gracias Antonio 😊😊😊
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