Una librería resistente
Como bien sabéis
por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), esta entrada no es un
relato. En esta ocasión os presento una crónica furto de la propuesta de Pablo.
¡Espero que os guste y os anime a visitar la librería! Decidme en los
comentarios si la conocéis o no ¡y comentadme vuestras impresiones! Para los que
no lo sepáis, hace años que trabajo en ella y les tengo un cariño inmenso a los
dueños.
Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño,
Claudia Tevar Crespillo
Posible título: Una librería resistente
Quid
pro quo es una locución latina que significa literalmente
«qué en lugar de qué», es decir, la sustitución de una cosa por otra, «algo por
algo» o «algo sustituido por otra cosa». Sin embargo, Q Pro Quo es mucho más
que un «toma y daca». Es una librería ubicada en el barrio de Teatinos (Málaga),
que resiste desde hace veinticinco años a los e-books, a las redes sociales y a
la hipermodernización.
Juan
Ramón, uno de los dos dueños ―el más dado a los medios―, me cuenta sus inicios.
Licenciado en derecho, nunca llegó a ejercer. Junto a su amigo del alma,
decidieron que justo detrás de la Facultad de Derecho hacía falta una librería.
«No había ninguna por la zona», me dice. Entonces, con unos ahorros irrisorios,
decidieron embarcarse en el mundo de las devoluciones, los inventarios y las
deudas. Juan Ramón se ríe. Aún recuerda el primer día que la librería les dio
beneficios.
―Nosotros
vivíamos día a día. Hoy lo recuerdo como algo imposible ahora, pero así fue:
nos las apañábamos con veinte euros en el bolsillo. Íbamos siempre con el agua
al cuello, la verdad. Hasta que un día nos dimos cuenta de que el trabajo
estaba dando sus frutos. Fue en la gasolinera. Como te podrás imaginar, el
tanque siempre iba en amarillo. El hombre nos preguntó cuánto le íbamos a
echar, ¡y nos dimos cuenta de que teníamos para llenar el depósito!
Entrañable
historia que me lleva a preguntarle si no tuvieron dudas. Las tuvieron. El peor
momento para esta librería fue la pandemia. Pero, de las peores batallas se
sale siempre reforzado. Y no fue menos para estas cuatro paredes. Al negocio de
los libros añadieron una zona de cafetería que actualmente hace de refugio a
estudiantes, escritores, lectores empedernidos y un sinfín de personalidades
que les visitan sin cesar.
Entrar
a Q Pro Quo es una experiencia en sí misma. Antes de cruzar el umbral de la
puerta hay un cartel que te obliga a parar y a leer: «¿Traes portátil? Tienes
45 minutos». Yo misma, a sabiendas de que no lo llevaba, me he descubierto
comprobándolo. «Nos encanta que la gente se sienta como en casa, pero a veces
repercute en tener una mesa ocupada con un café durante más de dos horas. Ahí
perdemos dinero». Juan Ramón lleva razón. Dividida en dos plantas, en la de
arriba yacen, sobre mesas que están asignadas a títulos en lugar de a números,
un total de cinco ordenadores.
Historia
de una escalera capta mi atención. Es una mesa redonda
con dos sillas desde la que se pueden observar todos los ángulos de la
librería. Decido sentarme mientras Juan Ramón me prepara un café con leche y
uno de sus productos estrella: el mollete de Villanueva del Trabuco con aceite
y tomate. Pues, además de ofrecer un amplio catálogo de libros, su especialidad
son los productos proximidad. El aceite, de la Laguna de Fuente de Piedra. No
obstante, los tomates no tienen tanto sabor como los de Chile. Sí, Chile.
Escucho la conversación dos mesas más allá de un obrero chileno que vino a
España a buscarse una vida mejor y su acompañante, quien parece ser un amigo, y
ambos coinciden en que el clima chileno le otorga a las hortalizas un sabor
insuperable en todo el mundo.
Desde
el obrero hasta el estudiante enfrascado en la mesa contigua, 1984, con
un ordenador que le ilumina la cara y unos cascos que le aíslan de la playlist
de la librería: suena Sex is on fire de Kings of Leon. El chico se ha
toma un zumo de melocotón y mueve el pie al ritmo de la música que él mismo
está produciendo, pues he alcanzado a ver el programa de mezclas que tiene
instalado. Hay dos grandes ventanales que dan a un parque desde el que unas
madres, taza en mano, vigilan a sus niños mientras charlan acerca de los
disfraces que tienen que hacer para carnaval y cotillean acerca de otras mamis.
Una pareja, sentada en El origen de las especies, debaten si poner fin o
no a su relación; y, en La tía Julia y el escribidor, dos amigas se
abrazan, con lágrimas en los ojos porque hace tres meses que murió de cáncer la
abuela de una de ellas.
La
intimidad en esta librería no existe, pero es el precio a pagar por estar
rodeado de grandes autores y grandes historias. La compañía son los relatos que
encierran las tapas duras, de cartoné y las ediciones especiales. Las recetas
de comida saludable, la historia de la trufa o El libro de los estiramientos.
Con una capacidad para 93 personas y nueve camareros, resulta imposible no
sentirse atraído por sus desayunos y meriendas o cualquiera de sus libros.
Desde
Historia de una escalera, además de escuchar como una detective las
conversaciones ajenas, alcanzo a distinguir las voces de los camareros. Se
llevan bien, sonríen y no paran de trabajar. Hoy solo hay dos. Una chica que se
encarga de tomar comandas y hacer los cafés, y la otra que hace los bocadillos.
Son jóvenes, rápidas y simpáticas. Ellas también se enteran de todo. De los
secretos y confesiones de cada cliente. Mantienen una conversación salpicada y
chistosa. A las dos les gustaría tirarse en paracaídas y eso me lleva a
recordar que la mesa de la primera ventana se llama El abuelo que saltó por
la ventana y se largó.
Juan
Ramón sube la escalera, que antes de convertir su negocio en una
librería-cafetería no era así. «Hace cinco años esta escalera ni siquiera
estaba aquí. Nuestra librería era la mitad. Compramos el local de al lado y la
ampliamos». Me invita a probar el café y, sin ser fanática de los granos
molidos, quedo sorprendida por el sabor: suave, delicado, dulce incluso. Se lo
hago saber. Me explica que están concienciados con ofrecer una calidad que les
distinga del resto de locales, por lo que preparan a todos sus camareros para saber
tratar el café. Lo corroboro. Me deja a solas y disfruto como una cliente más.
El
chico del zumo se ha ido, han pasado los cuarenta y cinco minutos, el obrero y
su amigo ahora conversan animadamente sobre cómo está quedando el chalé que
está construyendo en Cabo Pinos, las madres replican sobre la directora del
colegio, que está muy choca ya y deberían sustituirla, la pareja se reconcilia
y se besan en una estampa de ensueño rodeada de obras y al son, ahora, de I´ve
got you under my skin, y las amigas se dan la mano, se miran cómplices y
ríen porque la camarera se ha tropezado con el último escalón y, lejos de
maldecir, ha dicho con gracia: «¡Ay, maricón! A ver si me caigo de una vez y me
cojo una semanita de vacaciones».
Me
río por lo bajo y compruebo que está en perfectas condiciones. Ella, con una
sonrisa genuina y amplia hasta las orejas, recoge las mesas y baja las
escaleras hasta llegar a la barra. Me levanto, recojo mis cosas porque me da
reparo que tenga que volver a subir, y se las alcanzo. Me da las gracias. Ojeo
la zona de la planta baja. También hay títulos en las mesas, tres giratorios
con libros de bolsillo y dos mesas con montañas de libros.
Al
lado de la zona de poesía, hay un pequeño teclado y algunos libros de música
colocados estratégicamente para evitar que los niños toquen la sinfonía del
horror mientras los clientes consumen. Tienen un ejemplar bellísimo de Triana y
otro de Johnny Cash. En Tokio blues, una mujer elegante, vestida con
gusto, viste una blusa blanca bordada en dorado, con un pantalón recto vaquero
que se le ciñe a la figura y unas sandalias de tacón. Habla por teléfono,
bajito, para no interferir en la armonía del lugar. Hago como que estoy
buscando un poemario de Rosalinda Miller Cid o Gloria Fuertes y la escucho,
atenta:
«No,
no puede ser. Madre mía… ¿Ahora qué vas a hacer? Quiero decir, ¿cómo estás?
Cariño, pago y voy a donde estés, ¿vale?». Se le empañan los ojos pero reprime
la emoción. Se bebe el café de un sorbo, me mira de reojo, sabe que la he
escuchado, y se va. En Ana Karenina, hay tres chicos desayunando como
monstruos. Vienen de entrenar y se comerían hasta un buey, afirma uno de ellos.
Continúo
mi viaje por entre las letras de quienes desconocen que descansan en un lugar que
da la bienvenida a todo aquel que esté dispuesto a apreciar un buen café y un
buen manuscrito. La sección de narrativa es exquisita. La zona infantil está
hecha un desastre. «Es un imposible», me confiesan ambos socios. De hecho, hay
una madre que ojea libros con su hijo mientras el pequeño está en el suelo y
juega con un ejemplar interactivo. «Nos hemos dado por vencidos».
Les
doy la enhorabuena y observo el lugar por última vez. Esta librería encierra
tantas historias como los libros cuentan. Confluyen la literatura, la vida y la
muerte en perfecto equilibrio que hacen de algo tan sencillo, un microcosmos inmejorable.
Me gustaría saber qué le ha pasado a la mujer de Tokio Blues, cómo
quedará el chalé de Cabo Pinos, qué tal estará la chica cuya abuela ha
fallecido, cuál será el nombre del productor de música y a qué colegio llevarán
aquellas madres a sus hijos. ¡Ah! Y dónde entrenarán los chicos porque me hace
falta moverme un poquito.
Q Pro Quo, a pesar de ser un nombre del que su fundador se arrepiente, «No sabes qué lío con los pedidos cuando tengo que poner el nombre del local», es un punto de referencia en el que la cultura, la sensibilidad y el buen hacer salen a borbotones por la puerta y te invitan a entrar para no salir jamás.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Enhorabuena, una vez más.
ResponderEliminarNo pudo ser más acertado este escrito porque, incluso, en este lugar se escriben historias o nuevos comienzos.
Ahí he pasado la mayor parte de mi cura interna y sigue siendo mi corazoncito.
✨
¡Ay! Muchísimas gracias por el comentario, de verdad. Me alegra saber que Q Pro Quo sigue siendo tu corazoncito ¡y que no deje de serlo!
EliminarMe ha encantado, sobre todo, porque me he visto, soy parte de este relato. Podría ser cualquiera de los sentados a Tokio Blues o Desayunado con diamantes. Todos los libros que nos rodean, todo la gente,los clubs de lectura,...somos nosotr@s. A seguir reistiendo. Enhorabuena por el relato.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por comentar (: Me pone muy contenta que te hayas sentido identificado, pues los clientes sois parte del alma de Q Pro Quo, ¡no dejes de venir! 🥰
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