La hierbabuena del puchero

Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), en este relato tiene presencia un plato tradicional: el puchero. Pero esto no lo es todo. De hecho, es solo la puntita del iceberg que esconde nuestra protagonista... ¡Seguid leyendo para descubrir de qué se trata!

Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño, 

Claudia Tevar Crespillo

Posible título: La hierbabuena del puchero

Podría decirle que le quiero, pero sería mentira. Sin embargo, aun a sabiendas de que lo es, termino diciéndoselo. «Te quiero». Al oído, bajito, para que suene más romántico. Observo cómo la que es mi pareja desde hace tres años parte hacia el trabajo y me quedo con cara de tonta mirando la puerta ya cerrada. ¿Soy una mala persona? A veces pienso que sí, otras me autoengaño y me digo que no, que es solo una mala racha. Luego recuero que cocino un puchero que quita el sentido y llego a la conclusión de que es imposible que habite la maldad en mí. Unas manos capaces de deleitar el paladar con algo tan sencillo no pueden pertenecer a una mala persona, así que me convenzo de que soy todo bondad y de que, en el fondo, le quiero. El problema es que este debate conmigo misma lo tengo todos los días y me canso. De mí, de él y de mi lucha interna. Hubo un día en el que de verdad le amé, pero hace tanto que ni siquiera recuerdo porqué. Me gustaría decirle tantas cosas que me callo.

Desde anoche a las nueve y media, oficialmente estoy de vacaciones. Aunque no me voy de viaje a ningún lugar. Ni paradisiaco ni rural. Me quedo en mi puta casa. Lo único con lo que me voy a complacer es con no tener que despertarme con despertador. No soporto sentirme esclava cada dichosa mañana. Sí, estoy amargada. Pero hoy voy a preparar puchero y voy a dejar ir la amargura con el humo, por el extractor. A pesar de su carácter ensordecedor, a mí me calma. Es imposible tomar una decisión con la campana encendida. Mi novio debería estar agradecido de que mi pasión sea cocinar, de lo contrario estoy segura de que ya habría roto nuestro vínculo.

Eso es. Los vínculos. Esos han sido mi lacra. Pasé del cordón umbilical de mi madre a un hilo supuestamente rojo e invisible con un hombre que hace años dejé de amar. Soy dependiente. Como los niños pequeños. Lo que pasa es que, a diferencia de ellos, ya he madurado, cotizo en la seguridad social y me sé lavar los dientes sola.

Pongo un buen puñado de garbanzos a remojo y bajo a la carnicería del barrio. Silvia, la dependienta, está fuera fumándose un cigarro. La saludo y hace ademán de apagarlo a lo que la insto a terminarlo y nos quedamos charlando. Siempre se queja de la muñeca y del codo derecho, «pero cuando caliento se me pasa», aclara. Le indico que me prepare los avíos para hacer puchero y responde diligente. Bolsa en mano cargada de hueso, espinazo, costilla, panceta, pollo y tocino, voy a la verdulería y le compro a Agustín un kilo de zanahorias y dos de patatas.

Despliego toda la carne exangüe y salivo. Ya visualizo el momento de coronar el caldo con una hojita de hierbabuena y comerme todo como si fuera mi último día. Quizá, si supiera que de verdad es mi último día, en cuanto volviera Juan, mi novio, le dejaría sin sopesarlo ni un segundo. Y si me cuestiono este tipo de cosas debería dejarlo de una vez por todas. Pero ¿qué hago yo sola? Aunque estar con él es como estarlo, desde luego. Somos compañeros de piso que follan muy de vez en cuando. Pero con tal de no ser una solterona…

Los garbanzos. Solo han estado tres horas en el agua. Me vale. Lleno la olla con agua y los echo. Después pelo tres patatas y cinco zanahorias y las uno a los garbanzos. Seguidamente introduzco toda la carne y listo. A esperar diez horas. Cuando digo que voy a hacer puchero, lo hago de verdad. Todo lo bueno requiere tiempo.

El tiempo a veces me mata. O soy yo la que lo mata. Hace un año me surgió la oportunidad de irme a la cocina de un restaurante de una estrella michelín en Barcelona y rechacé la oferta por miedo. Como si allí me esperara la guerra y yo me encontrara desnuda, indefensa. La realidad era que no me supe merecedora de ello. Qué tonta, ¿no? Eso de salir de la zona de confort no va conmigo. Aunque me muera del aburrimiento y del asco, no salgo del círculo.

Mi Juan no tiene la culpa. Él no me obligó a quedarme. Soy yo. Que no tengo el valor suficiente de vivir mi propia vida, y me excuso en cualquier nimiedad para hacer responsables a los otros de mi falta de autonomía. Nunca le dejo cocinar. Ni una tortilla francesa; y eso me hace sentir imprescindible. También he sido así cuando vivía con mi madre. Solo que con ella me pasaba el día escondiéndole las cosas para luego ayudarla a buscarlas. Necesitaba sentirme importante, indispensable. ¿Quién me va a necesitar si estoy sola? Se me cierra el estómago solo de pensarlo.

Mientras el puchero burbujea, pido cita en la peluquería para echarme el tinte. Tengo canas desde los veinte y nunca me han gustado. El plateado me afea, me apaga la cara y de por sí ya soy bastante blanca. Rozo lo fantasmagórico. Me niego a tener pelos blancos cual bruja. Reviso el teléfono. Ninguna notificación, ningún mensaje, ni una llamada. No sé ni para qué lo he desbloqueado. Mi mejor amiga está de vacaciones ―ella sí― en Filipinas con su novio, así que decido no molestarla. Ellos sí que se quieren. Mi madre no es una opción de entretenimiento porque hace años que nos retiramos la palabra y mi padre está trabajando. Nada. No me queda nada. Sé que debería hacer más vida social, pero me aterra tanto la idea de no caer bien que prefiero no caer directamente.

En el colegio nunca fui de las populares. Más bien era de las impopulares. No me hacían bullying, pero casi. Rozaba la línea del acoso y de la indiferencia. Unos días se metían conmigo llamándome bicho raro y otros me ignoraban como si fuera invisible. Por eso necesito que alguien me vea. Aunque sea Juan y a medias.

«Juan, Juan, Juan. Te quiero dejar. A ti y a mi vida. Quiero empezar de cero. Descubrir que la vida es otra cosa y no estas cuatro paredes y el mismo pene. Quiero irme a Barcelona. A aquel restaurante o a otro, me da igual. Dejar de cocinar solo para dos y preparar menús de alta cocina. Encender todos los fuegos, el de mi clítoris también y descubrir qué es un orgasmo de verdad. Conocer gente nueva, salir a bailar, emborracharme, reír, llorar, todo a la vez porque al menos significará que estoy viva. Quiero sentirme querida y querer tanto que no quiera dejarlo. Quiero tantas cosas que no tengo que no sé ni por dónde empezar. Pero sobre todo, ¡quiero salir de aquí!».

En ese momento de desahogo para conmigo misma, a viva voz, como si ensayara la obra de mi vida que espera ser representada, oigo que la puerta de la entrada se ha cerrado, y entonces me temo lo que ya sé: Juan ha vuelto, el puchero no está listo y sabe que cuando le dije te quiero esta mañana era mentira. Me asomo a su encuentro y lo observo. Está quieto, mirándome fijamente, con el semblante serio y un puñado de hierbabuena en la mano.

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¡ATENCIÓN! Os estoy preparando algo muy especial para el próximo domingo, así que estad atentos... Gracias, siempre❤️

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Comentarios

  1. En este caso asumo como oportuno el título que ya tiene, pues de alguna manera Juan viene a ser, como la hierba, el ingrediente último por medio del que se ha de consumar el destino de una relación dotada de insatisfacciones femeninas basadas en la dependencia de un vínculo aque expone el arquetipo de hombre incapaz de percibir las insatisfacciones femeninas y la mujer que por miedo a enfrentar la vida se ahoga en ellas

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    1. La verdad es que el título le da sentido al relato y me gusta mucho la lectura que has hecho del mismo. Jo, qué guay. Muchas gracias (:

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