Dólmenes en el jardín
Como bien sabéis por la publicación de Instagram (@claudiatevarcrespillo), los dólmenes son uno de los puntos clave de este relato...
Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño,
Claudia Tevar Crespillo
Posible título: Dólmenes en el jardín
Busca con la calma del que sabe que encontrará, más tarde o más temprano, la respuesta a ese rostro familiar, pero ajeno al mismo tiempo, de mirada perdida y labios secos. Deambula tranquila por la casa a sabiendas de que su madre no se percatará de que está a punto de hurgar entre sus cosas. Se rasca la cabeza, otea las habitaciones, entra en el cuarto de invitados. Piensa que, como no suele tener visitas, lo que busca puede estar escondido ahí. Cruza el umbral mientras su madre está tirada en el sofá, literalmente, viendo vídeos en Tik Tok, como si estuviera poseída por la sucesión de imágenes. Le echa un ojo antes de empezar a abrir cajones. «Esa no es mi madre», piensa. Es otra persona. El pelo lo tiene más negro, más oscuro. Está raquítica. Parece enferma de lo delgada que está. Habla sola. Le escupe a la pantalla palabras inconexas. Ya solo dice tonterías. A cada cual más absurda. Cada día es menos ella y más esa otra persona. «En qué te has convertido, mamá» susurra. La cama está hecha con meticulosidad. Los bajos metidos por debajo del colchón, los cojines perfectamente alineados, sin arrugas. Una ejecución perfecta. Preparada para unos invitados que no llegarán nunca. De la pared cuelga un cuadro. Un lienzo blanco con unos trazos naranjas repartidos de forma indefinida. Según los ojos que lo observen pueden ser unos pulmones, unas alas o dos personas dándose un abrazo. A ella le parece que es su madre hecha pedazos. «Yo no soy ni seré ella», se repite mientras abre los cajones de la cómoda. Tiene el pelo castaño largo hasta la cintura. Está musculada. Va al gimnasio todos los días. No se permite ser débil. Los ojos verdes, claros, transparentes. En el primer cajón solo encuentra desorden irrelevante. En el segundo ropa de cama. Lo que busca no está en esa habitación. Sale. Comprueba el estado de su madre. Tiene la boca abierta y se relame los labios frenéticamente. Como si viniera del desierto después de haber caminado durante horas sin una gota de agua. Deshidratada. Intoxicada. Ladea la cabeza entre decepcionada y apenada. Sufre. En silencio. No se lo ha contado a nadie. No sabe qué hacer. Necesita respuestas. Pero una en concreto. Necesita no encontrar lo que está buscando. Por eso busca. Para no encontrar. Pero sabe que encontrará. Claro que encontrará. Por eso mantiene la calma. Porque es lo único que le queda: su propia paz dentro del caos que es la adicción.
Entra en el cuarto principal oyendo a su madre tararear una absurda canción de una cenicienta que se ha rebelao, o eso le parece oír. Echa un vistazo a ese espacio que resguarda a su madre por las noches. La cama está deshecha. La ropa desparramada por el suelo. No sabe si es limpia o sucia. El tocador. «No puede ser. Es demasiado fácil». Abre un cajoncito y da su búsqueda por finalizada. Antes de coger la papelina, intenta aferrarse a la ínfima esperanza de que dentro haya flores disecadas. Se niega a aceptar que su madre sea esclava de unas piedras blancas. Su madre era de jardines, no de montañas. No de dólmenes, sino de prados, de libertad. ¿Cómo se acepta eso? La despliega y la Caja de Pandora se queda abierta para siempre. Le gustaría restregarle la droga por la cara, regañarla, gritarle todo el daño que se está y le está haciendo, pero se contiene. Encierra la papelina en su puño, tan fuerte que la mano se le pone roja. Se la guarda en el bolsillo del pantalón. Le gustaría llorar también, pero se contiene. «¿Y ahora qué?».
Y ahora nada. Porque no puede ayudarla. Porque está sola. Porque la única opción que le queda es fingir que todo está bien, aunque la cama de invitados parezca de hotel y la de su madre la de un okupa. Su madre habita en un estado beligerante constante y solo ella podrá poner tregua al conflicto. Solo ella. Así que claro que finge. Ya que al menos, en la mentira, aunque le cueste reconocer a su madre, aún alberga la reminiscencia de cuando fueron madre e hija sin muros de por medio.
Se dirige al salón. Su madre sigue tarareando esa absurda canción. Se sienta a su lado. No dice nada. Simplemente se queda ahí, porque a veces la presencia es el único acto de amor posible. Afuera, la luz empieza a colarse por la ventana y, aunque todo siga roto, siente una chispa diminuta de que, quizá, no todo esté perdido. Así que cierra los ojos. Se imagina a su madre rodeada de flores, respirando aire fresco, lejos de esa casa atrapada en sombras, y sonríe.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué título le pondríais vosotros? Además, si os ha inspirado a escribir algo relacionado, o no, ¡ponedlo en los comentarios! ¡Os leo!
Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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Difícil la problemática que trata el relato, nunca he escrito algo así la verdad, esta clase de problemas no me ocupan la mente ni cuando leo ni cuando escribo, en todo caso, cuando veo películas que sí tienen esas escenas. Las pocas veces que he leído sobre esta clase de cosas regularmente suelen pertenecer a una voz femenina, incluida tú claro. Estas dosis de realidad me son muy. Necesarias ,no porque no tenga problemas o porque no vea esta clasede cosas en donde vivo, sino porque en la literatura tiene una connotación especial para mí. Me gustó que tttaras esto en tu relato. No soy bueno poniendo títulos así que mejor no te doy sugerencias en ese sentido😂. Pero sin dudas el personaje de la chica me conmovió mucho, muy equilibrados claro tú relato te leo la próxima semana.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, Yoan! (:
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