En consecuencia, decisiones
Aquí tenéis el relato de este
domingo, del que ya os lancé alguna pista en mi Instagram (@claudiatevarcrespillo).
Para vosotros, escrito con todo mi corazón y todo mi cariño,
Claudia Tevar Crespillo
Posible título: En consecuencia, decisiones
María
no decidió nacer. María nació y, en consecuencia, se vio en la obligación de
tener que decidir. Nunca conoció a su padre y a su madre a duras penas. Su
infancia transcurrió en estrecha intimidad con las paredes de su casa, con el
sofá, con la estantería, con la mesa del comedor, con las sillas, con su cama,
con las ventanas… pero no con su figura materna. A falta de todo, de una
muñeca, una cocinita, una caja registradora o una simple peonza, imaginaba que
los muebles eran juguetes y se inventaba juegos, simulaciones imposibles cuando
nadie la veía porque, en realidad, los ojos que debían otorgarle protección
estaban fuera, siempre fuera, haciendo cosas más importantes que cuidarla.
María
no entendía lo que la rodeaba. Creaba en su mente una realidad y con ella
construía su mundo. Su madre siempre sostenía una lata de cerveza en la mano.
Fuera la hora que fuera. Fuera del color que fuera. Fuera de la marca que
fuera. Eso sí: siempre en lata. Ella observaba aquel objeto que había acaparado
toda la atención de su madre con recelo. A veces deseaba ser líquido para estar
igual de cerca que lo estaba el metal frío de apariencia familiar. María no
comprendía porqué su madre no la miraba, así que se convenció de que era ciega.
Tampoco porqué la dejaba sola, así que se convenció de que estaba trabajando
aunque las constantes llamadas del casero reclamando el dinero del alquiler la
hicieran dudar. Menos aún alcanzaba a interpretar porqué en la casa sólo había
luz cuando el sol la iluminaba, así que se convenció de que tenían una casa
mágica, más inteligente que las del resto de la calle que proyectaban haces a
destiempo. Ni mucho menos era capaz de asimilar que, quizá, su madre no la
quería. Por eso justificó todos y cada uno de sus comportamientos. Para
sobrevivir.
María
crecía, como podía, pero nunca fue una niña. Destacaba del resto de sus
compañeros de la escuela. Era tímida, callada, no reía. Estaba muy delgada y
tenía la mirada perdida, como si estuviera buscando algo que nunca había
tenido, algo que ni siquiera sabía lo que era y que nunca alcanzaba a
encontrar. Los profesores notaban algo inusual en ella, pero no alarmante, así
que no se inmiscuyeron en su vida familiar. Algunos niños eran delgados,
tímidos y callados porque eran así y ya está, es lo que hablaban entre ellos.
Comía un plato de comida al día, a deshora, que la mayoría de las veces tenía
que prepararse ella misma. Aprendió por pura intuición y se las ingenió para
sacarle el máximo partido a una lata de atún y dos huevos. En una ocasión se
quemó el antebrazo con el fuego del hornillo. Estaba sola. La piel le quemaba y
no había nadie para auxiliarla. Abrió el grifo del fregadero y dejó caer el
agua fría encima de la quemadura. La quemazón se calmó, pero la piel se tornó
de un color violeta, más negro que violeta, que le provocó un llanto
desalentador, que se mezcló con un sentimiento de pena creciente en su pecho.
Lloró por la herida y por su madre, que no estaba. Ella no quería quemarse,
solo quería comer. Le preguntaron en el colegio qué le había pasado. Fue la
primera vez que mintió: «Mi madre y yo estábamos cocinando y me quemé sin
querer». Sabía, sin que nadie la hubiera advertido, que no podía decir que se
encontraba sola. Después de la primera falacia, sucedieron incontables más que
protegían a su madre, pero que, en realidad, la desprotegían a ella.
La
temporada más dura era el invierno. Anochecía mucho antes, el frío invadía cada
estancia, apenas podía hacer nada porque las manos se le entumecían, perdía
sensibilidad en los pies, se resfriaba constantemente. Odiaba tener que sorber
esa agüita salada que le resbalaba de la nariz porque tenía que dosificar el
papel que había en casa. O los mocos o el pipí. Las dos cosas no. Prefería
estar en el colegio. Al menos allí podía calentarse los órganos. Durante esos
meses, el corazón se le agrietaba y formaba estalactitas que la desgarraban por
dentro. Las vacaciones de Navidad, un suplicio. Había oído hablar de los Reyes
Mayos, de Papá Noel, incluso conocía los seres de otras culturas que traían
regalos como el Olentzero o el Tió de Nadal. Jamás vio a ninguno de ellos pasar
por su casa. Lo acusó a la ausencia de electricidad. ¿Cómo iban a visitarla si
no la distinguían entre la oscuridad?
Cuando
pasó al instituto ya había probado la cerveza. Ahora lo hacía con su madre. No
siempre. Solo por la noche. Cuando esta llegaba de no se sabe dónde con un pack
de doce bajo el brazo. Se sentaban al sofá, encendían la radio y brindaban por
el único momento que compartirían juntas. Solía levantarse con un ligero dolor
de cabeza que disipaba bebiendo un gran vaso de agua y una ducha helada. Abría
los ojos sola. No albergaba ningún recuerdo en el que su madre la despertara a
besos o con un simple «María despierta que es hora». En el aula seguía
destacando del resto. La mirada vaga, la mente vacía, la ilusión enterrada. No
era como las demás chicas. Mientras ellas cacareaban entre lección y lección, o
en el recreo sobre chicos, moda, maquillaje… Ella se aislaba, se refugiaba en
el rincón más recóndito del patio y se introducía los auriculares hasta el
tímpano para silenciar el ruido de sus pesadillas al son de unas guitarras
imposibles, unas baquetas poseídas y unas voces del inframundo que le aliviaban
el tedio que le suponía tener que estar tres horas más oyendo un temario que no
la salvarían de las garras de su desgraciada vida.
Aprobaba,
con cincos, pero era suficiente para que el personal docente lo atribuyera a
que simplemente era una chica mediocre que no tenía ganas de estudiar. No
obstante, María no era, en absoluto, mediocre. Ella era una mujer
autosuficiente, lista y fuerte que sencillamente se había alimentado del cordón
umbilical de una madre inconsciente que eclipsaría cualquier oportunidad de
crecimiento en ella. Una vez finalizado cuarto de la ESO, no volvió a pisar el
instituto. Sabía que tendría que ponerse a trabajar y así lo hizo. Empezó como
camarera en un bar de mala muerte en el que no le pidieron explicaciones ni
ella les exigió condiciones. Aunque fuera su primera vez en el mundo laboral,
se las apañaba. Su madre desaparecía y aparecía de manera intermitente. Habló
con el casero y le dijo que se haría cargo de la deuda, pero que necesitaría
tiempo. Se lo dio. Aquel hombre fue el único rayito de luz que la vida le
proporcionó. Se afanó, echó más horas que un reloj y, poco a poco, se puso al
día con lo que su madre debía. Esta, de vez en cuando, pasaba por casa para
dormir la mona, robar comida de la nevera y dejar alguna colilla en el
cenicero.
Al
cabo de un mes empleada, empezó a fumar. Bebía todas las noches. Como estaba
acostumbrada a hacer. Se refrescaba la cara todas las mañanas. Como estaba
acostumbrada a hacer. Su trabajo no le gustaba, pero no tenía otra opción. El
único respiro a la agonía de sentirse condenada eran el alquitrán y la cebada.
Su entorno impulsaba estos comportamientos. Era la más pequeña del equipo, se
codeaba con gente de cuarenta años que no había hecho otra cosa que trabajar,
beber y fumar y ella les imitó. Ya no sabía hacer más de lo que había
aprendido. Ese humo cargado de sustancias cancerígenas y ese líquido repleto de
cereales que parecían oro al alcance de cualquiera se convirtieron en su
recompensa, en los regalos que nunca tuvo.
Al
cumplir la mayoría de edad, se planteó echar a su madre de casa. No la quería
más por allí. Pensó que, si la alejaba de su lado, podría empezar de cero.
Llamó al casero para proponerle cambiar la cerradura y este accedió. Con el
cerrajero inmiscuido en su tarea, María temblaba, tenía el pulso acelerado, los
nervios a flor de piel. A pesar de todo, la quería. Aunque su amor fuera tóxico
y la contaminara. Dudó de estar haciendo lo correcto, pero dejó que el
profesional acabara lo que había empezado. Con el nuevo juego de llaves en la
mano, tomó una respiración profunda, le dio tres vueltas al cierre y se encerró
en la casa a la espera de que llegara su madre, dispuesta a entrar. Al cabo de
tres horas, escuchó sus pasos vecinos desde el portal. Estaba preparada para
enfrentarse al adiós definitivo. Al otro lado, una mujer que dejaría de cargar
el título de madre intentó abrir la puerta, sin éxito, y entró en cólera.
Aporreó la madera, sin fuerza, chilló, sin voz «¡Abre la puerta desgraciada!
¡Yo te di la vida!». María nunca abrió. De pie, se miró la cicatriz del
antebrazo, luego levantó la vista al material que las separaba y se quedó sin
lagrimal sintiendo culpa por dejarla en la calle.
Sé,
querido lector, que espera una tregua. Que arroje algo de luz al relato para
complacerle. Que, a partir de aquí, la historia de un giro. Que María se
reconcilie con su madre y salgan las dos juntas adelante. O que conozca a un
hombre, o una mujer, y le sirva de puente hacia un nuevo destino. Sin embargo,
debo decirle que la vida, a veces, es así. Una sucesión de catastróficas
desdichas que no conoce lo que es un respiro.
Entonces
solo le quedó la soledad y el fantasma de la que fue su madre, el recuerdo que
pululaba por cada metro del salón que vomitó, por cada rincón en el que cayó
desfallecida, por cada loseta contra la que estampó las rodillas, por cada
cristal que reventó. No pudo soportarlo. Bebió más. Para olvidar. Para dormir.
Para no pensar. Sabía que no debía. Que se convertiría en su madre y eso era
algo innegociable. No, no y mil veces no. «Solo esta noche», se decía. A la
mañana siguiente se arrepentía. Antes de salir de casa dirigía la mirada al
espejo quebrado de la entrada. Se obligaba a mirarse a los ojos para escudriñar
de frente su reflejo incierto, hecho pedazos, miles de ellos. No sabía quién
era.
Acababa
de entrar a la adultez, pero aparentaba el doble de edad. No físicamente, sino
por su actitud. Una actitud de adulta resignada frente al destino. De cansancio
acumulado. De sabiduría temprana. De equipaje con sobrepeso. Eso. María era una
maleta que no cerraba, con la cremallera estallada, con la que no podía ir a
ningún sitio. Con las vergüenzas a la vista sin poder guardarlas. Porque los
traumas sobrepasan lo físico. Se adhieren a la piel y cobran vida propia. Se
ven sin ser vistos. Se sienten. Se huelen, incluso. María olía a cerveza, pero
también a quemado, a soledad, a tristeza.
Cigarrillo
en mano caminaba hasta el bar y hacía un repaso de su vida. «Debería dejar de
fumar», pensaba mientras sacaba el siguiente cigarro de la cajetilla. «Debería
dejar de beber», rumiaba saboreando el regusto fresco a pasta de dientes, que
apenas le duraba unas horas. «Debería volver a estudiar», cavilaba sabiendo que
no lo haría. «Debería mudarme», concluyó con la certeza de que no sucedería.
Lo
de mudarse lo pensó muchas veces. Buscó casas de alquiler, pero ninguna era lo
suficientemente buena como para dejar atrás el pasado. La línea entre quedarse
o marcharse la establecía su dependiente corazón. No se sentía capaz de vivir
de otra manera que no fuera entre ruinas. Se dio por vencida demasiado pronto.
Una
vez finalizado el turno salió con sus compañeros. Bebió, mucho. Tanto que
recordó quién era. Al despertar, con una resaca que le estrujaba el cráneo sin
piedad, se dio cuenta de que a su lado descansaba un hombre que ni tan siquiera
recordaba haberlo invitado a subir. Le despertó, le echó, se dirigió al baño y
se colocó debajo de la alcachofa en un intento de borrar lo que su cuerpo había
vivido. Debajo del chorro, cayéndole sin compasión con una presión devastadora,
deseó ser otra persona. A los meses se enteró, por la ausencia menstrual, de
que se había quedado embarazada. La primera falta la achacó a su desajuste
hormonal. La siguiente la alertó. Entonces se hizo el test. No lo meditó ni un
segundo. Abortó. Tuvo la responsabilidad suficiente de no traer un bebé al
mundo que sería desgraciado desde antes de su nacimiento. Cuando la colocaron
en la camilla, sin que nadie la calmara diciéndole que todo iba a salir bien,
sin unos ojos cómplices, con las piernas abiertas y su vulnerabilidad expuesta,
se le cortó el cuerpo. Con el tiempo había aprendido a tragar lágrimas, así que
mientras le extraían con una especie de aspiradora una célula que tampoco había
decidido nacer, anegó cada tejido que la abrazaba por dentro. Volvió a casa y
se refugió en aquello que nunca la había dejado sola: la soledad. Después de lo
acontecido, se ligó las trompas.
Permaneció sirviendo mesas, viviendo en la misma casa maldita, que no mágica, con los mismos hábitos y la misma cara aciaga y ojerosa. Aún era joven, pero el alcohol, la falta de sueño y el estrés le habían originado un envejecimiento precoz. Con veinte años ya le asomaban las canas, que teñía de rojo infierno, tenía la piel amarillenta, la boca desencajada, la mirada ennegrecida y la voz desgastada. No encontraba la salida al bucle en el que se había sumido. No sabía cómo frenar ni tampoco ponía empeño en ello, así que nunca paró. Había algo de adictivo en la autodestrucción. Sabía que se hacía daño, pero decidió, deliberadamente, tragar el veneno para mitigar el dolor. Y se volvió adicta a esa nocividad que le aliviaba la garganta, obstruida por todo aquel tormento que la había aprisionado. Y se lo creyó. Creyó que así, todas esas noches que bebía, su vida sería distinta. Una feliz. Para María, la autodestrucción fue adictiva porque existía una realidad mucho más arrolladora, y se inmoló. Porque, al menos, esa sí fue su decisión.
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Nos leemos y escribimos el próximo domingo con más títulos e historias. Gracias❤️
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